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Nuestra III República

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Cuando se cumplen 75 años de la derrota republicana, los partidos políticos, las asociaciones cívicas, los movimientos sociales, los sindicatos, los periodistas y los creadores de opinión deberían estar reclamando a voces la proclamación de la III República. O más bien que nos devolvieran la II que tan sangrientamente nos arrebataron. Aquella que proclamaba que era de trabajadores de todas las clases, que instituía la igualdad del hombre y la mujer, la posibilidad de federar las nacionalidades y las regiones, los beneficios sociales y el reparto de la tierra, la separación de la Iglesia y el Estado y la escuela laica.

Pero las voces se oyen poco, demasiado tímidas, demasiado vacilantes, demasiado espaciadas para que realmente se conviertan en una exigencia inmediata. Ni siquiera en estos años de hundimiento de la economía, con el avance de la pobreza y la pérdida de las pocas ventajas que habían conseguido alcanzar las clases trabajadoras, los movimientos sociales contestatarios y rebeldes toman la República como el objetivo primero a alcanzar; como el principio de la verdadera renovación no sólo de las instituciones y de las relaciones de producción, sino fundamentalmente de la moral de nuestro país. Porque los movimientos republicanos en España, desde finales del siglo XIX, tuvieron como objetivo fundamental la regeneración ética de una sociedad podrida hasta la médula, enfangada en la corrupción de una monarquía que consideraba el país como su propiedad, que era capaz de recurrir a los más sórdidos negocios con tal de enriquecerse, que traicionaba a su patria vendiendo armas a los enemigos, de la que el rey no tenía el menor pudor en ser adúltero, prostituidor, estafador y mantenedor de un orden social explotador e injusto.

En esta batalla, los mejores hombres y mujeres de nuestro país, invirtieron su trabajo, su vida, sus bienes, en difundir hasta los más recónditos sitios el mensaje republicano. Masones, ateos, librepensadores, liberales, republicanos y socialistas, puesto que los comunistas ni existían, organizaron en todas las ciudades y la mayor parte de los pueblos de España, la campaña por la República, porque sabían que únicamente regenerando la ética pública y privada, inculcando los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que la Ilustración y la Institución Libre de Enseñanza defendían, podría lograrse una sociedad más justa, más equitativa, más culta, más pacífica. Y ganaron, sin utilizar ni armas ni amenazas, en aquel dichoso día 14 de abril de 1931. Porque tenían las armas de la razón y de la bondad.

Hoy, 14 de abril de 2014, treinta y nueve años después de la muerte del dictador, resulta patético escuchar de dirigentes de izquierda que es prematuro plantearse una España republicana. Cuando la corrupción, que mina la vida económica y civil de nuestro país, comienza en la Casa Real, es verdaderamente penoso observar cómo los que están liderando alternativas políticas a los partidos dominantes se centran en reclamar las tímidas reformas legales que, de lograrse, nos situarían nuevamente en el año 2005. Como si los anhelos de trabajadores y mujeres se hubiesen petrificado en los años felices de la burbuja inmobiliaria, y los millones de españoles empobrecidos y engañados no tuvieran más ambiciones, más motivaciones, más deseos de cambio revolucionario que poder pagar la hipoteca del piso y disponer de los médicos y las escuelas que han cerrado.

Diríase que el miedo es la pulsión más profunda de los españoles en la actualidad, olvidados los años heroicos de la Guerra Civil y la guerrilla, la resistencia antifranquista, las movilizaciones de la Transición. El poder ha conseguido que esta supuesta democracia que se alcanzó haya logrado borrar de la memoria de los más viejos y hundir en la ignorancia a los jóvenes lo que supuso la República en España.

Durante un siglo los intelectuales que clamaban por la regeneración del país, hundido en la miseria, la ignorancia y la burocracia de una monarquía corrupta, explicaron por todos los medios de difusión a su alcance que la única manera de alcanzar la democracia era tener un régimen político republicano. Porque puede haber república sin democracia, pero no puede haber democracia sin república.

Los dirigentes de izquierda parecen amordazados ante la exigencia de la República. Algunos como Zapatero y Rubalcaba se atreven incluso a defender la Monarquía como si nos halláramos en los tiempos de Cánovas. Ni el mar de banderas republicanas que se ve en las manifestaciones, ni las convicciones republicanas de las bases de los partidos, incluso algunos muy escorados a la derecha –debería explicarse que el primer Presidente de la II República, Don Niceto Alcalá Zamora era un político conservador y católico, y no por ello menos republicano– ha impulsado, no ya a los dirigentes políticos del PSOE sino ni siquiera a los de IU y otras formaciones a su izquierda, ni a los extraparlamentarios, con las iniciativas nuevas de Podemos, Equo, Partido X, y a movimientos como Plataforma Antidesahucios, a exigir el derrocamiento de la monarquía como condición imprescindible para comenzar la renovación de la sociedad española.

Los activistas de izquierda deben explicar a la ciudadanía que si la gente es expulsada de su vivienda porque el banco reclama una deuda exorbitante se debe a que la banca está protegida por la Casa Real, a la que han nutrido con miles de millones desde que se instaló en el trono. Que si la llamada pobreza energética aumenta, porque los pobres no pueden pagar el recibo de la electricidad, es porque el Rey cobra un porcentaje de todas las importaciones de petróleo, gas y electricidad, que son todas dada nuestra dependencia de las fuentes de energía extranjeras. Se debe explicar que no cambiarán las relaciones de producción, ni el reparto de la riqueza en nuestro país, mientras no se derroque una monarquía que está sostenida y amparada por los latifundistas del sur y del oeste, que desde que terminó la Guerra Civil han aumentado en un 5% más la extensión de sus propiedades. Que este rey y su familia se mantiene en el poder porque la banca, los grandes consorcios industriales, los explotadores agrarios, el BCE y la UE, con el inestimable apoyo de la OTAN y de la CIA, quieren seguir siendo los esquilmadores de nuestros trabajadores.

Resultaba realmente extravagante que las consignas de las Marchas por la Dignidad en Madrid el 22 de marzo incluyeran la dimisión de la Troika, cuyo poder tanto como su presencia física nos queda en la lejanía de Bruselas, Washington y Berlín, y no se pidiera la dimisión del rey, al que se podía acceder en pocos kilómetros hasta la Zarzuela.

Cuando en la actualidad hemos visto por primera vez en la historia de España a una infanta real declarando varias horas ante el juez para explicar el desfalco fiscal a que se ha dedicado durante muchos años; cuando, por primera vez en la historia de España, un rey ha tenido que aparecer en las pantallas de televisión para pedir perdón por comportarse como un golfo; cuando, por primera vez en la historia de España, el yerno del rey está imputado en varias causas por apropiación indebida, cohecho, tráfico de influencias. Cuando se están haciendo públicas –sin respuesta por parte de la Casa Real– las connivencias del rey con los golpistas del 23-F, no se puede entender cómo todas las organizaciones de izquierda, políticas, sociales, cívicas, no se unen en un clamor unánime por derrocar definitivamente a la monarquía que sigue siendo verdugo de su pueblo, y exigen la proclamación de la III República.

Lidia Falcón



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