Tengo 63 años. Viví más de 20 en una dictadura fascista casi teocrática que dividía a la sociedad en dos partes estancas: los que se acomodaron al régimen, para los que no existían leyes, salvo tal vez la de la aclamación del dictador y la de los súbditos. Éstos se dividían a su vez en "pardillos" a los que se engañaba, se ninguneaba y se les concedía la subsistencia por "gracia" (nunca alcanzaron la condición ni la dignidad suficiente para ser considerados ciudadanos de pleno derecho), y la masa necesaria para nutrir el cuerpo de los esbirros; a éstos, a veces, se les concedían determinadas prebendas para que realizaran con más ahínco su "trabajo" y si lo hacían a plena satisfacción alguno podía llegar al nivel más alto, no importa qué medios utilizaran con tal de haber sido eficaces en la represión de aquellos que pensaran de otra manera.
Es cierto que algunos de los anónimos miembros de la comparsa -el populacho, las turbas o cualquier otro nombre que les dieran- cambiaban de estamento tras un largo peregrinar de someterse y renunciar a cualquier atisbo de dignidad que pudieran conservar, y alcanzaban el estatus de adictos y fiables, de personajes integrados en aquella "alta sociedad" de mantilla, escapulario y "adhesión inquebrantable", desde la que se vengaban de las humillaciones sufridas, no intentando cambiar aquello sino oprimiendo y humillando a su vez a las clases de las que ellos mismos habían salido. Sí, claro que hubo excepciones, y algunos intentaron luchar, en la medida de sus posibilidades, incluso algunos murieron por ello, mientras el resto agachaba la cabeza y fingía no oír ni ver nada, pero no hay que engañarse, aquello duró porque todos fuimos cómplices.
Luego vino la transición, la democracia, la monarquía, la constitución (más un texto publicitario que otra cosa). Nuevos personajes -¿o quizás los mismos?- se encumbraron en la clase dirigente; a los anteriores, a los torturadores, a los censores, a los opresores de la libertad, a los que fusilaron a los resistentes tras juicios sumarísimos, no les sucedió nada. ¡Era todo maravilloso, habíamos alcanzado la paz y la reconciliación! Pasó el tiempo, llegaron los tiempos de la corrupción política, del apaño, de la mentira descarada, del robo y la malversación e instalamos las prácticas corruptas más groseras en lo más alto de nuestras instituciones y creamos un sistema mediático y legal sin parangón para proteger y amparar la impunidad de los círculos de poder, con lo cual la perversión fue aún mayor que en tiempos del dictador, porque en aquella época todo eso se hacía sin necesidad de simular un estado de derecho y constitucional, todo era era por la gracia de Dios.
Siempre a contrapelo de la situación, logré adquirir cierta libertad e independencia de pensamiento -la otra, la de acción, aquí es imposible- lo que no me granjeó simpatías en ninguno de los dos bandos en que la mecánica del bipartidismo convirtió la llamada democracia española. Durante mucho tiempo incluso dejé de votar porque me repugnaba entregar mi confianza a quien ya se sabía que lo único que iba hacer en el gobierno estatal, autonómico o local era aprovechar la coyuntura para el medro de sus interese personales y los de sus adláteres.
Asistí a la creación de terrorismo de estado, a la conversión de los sindicatos en instituciones preocupadas por el mantenimiento de las mismas como tales y no justificadas por la lucha en favor de los trabajadores, a la corrupción generalizada en la mayoría de las instituciones, a la defensa de una monarquía corrupta por parte de periódicos que se decían depositarios de las esencias democráticas, a la negación por parte de un gobierno de una crisis que su gestión había contribuido a desarrollar, al definitivo desenmascaramiento de una derecha política y económica que se quitó el leve barniz de modernidad con el que se había disfrazado, al crecimiento de la miseria y el desempleo, al desalojamiento de los desahuciados de sus casas, a la desfachatez de un gobierno que pedía un recate de miles de millones de euros a Europa, a pagar por el conjunto del pueblo, para salvar de la ruina a los Bancos que habían esquilmado sus dirigentes a la vez que incrementaban sus fortunas. Incluso asistí, como todos, a ver como este peculiar estado de derecho elabora grandes doctrinas jurídicas según las cuales no se puede juzgar a nadie si no hay acusación por parte del fiscal o del abogado del estado, que, naturalmente, deciden de manera unilateral que no existe fundamentos para tal acusación, pese a lo que diga el sumario del juez de instrucción...
En fin, para no cansar, he terminado por volver a las urnas y he votado a Podemos. Lo he hecho consciente de que no es fácil enderezar el rumbo de esta nave y que no hay que esperar mucho de esta situación en el plano de lo concreto. Lo he hecho porque para mi es suficiente con que se ponga al pie de los caballos a los responsables de tanta maquinación, de tanta mediocridad, de tanta corrupción. Porque es necesario acabar con el bipartidismo y con esta situación de inmovilidad perniciosa que ha llevado al país al borde de la ruina económica y política y ha desatado las viejas tensiones territoriales que un día PP y PSOE prometieron solucionar y a las que simplemente aplicaron su política más frecuente en esta etapa seudodemocrática: un poco de lavado y una mano superficial de pintura, sin otro recurso real que un poco de retórica grandilocuente del mismo estilo zafiamente nacionalista que dicen combatir en catalanes y vascos.
Y ahora, pregunto: ¿Tengo que soportar que se monte un verdadero jaleo nacional porque una diputada acuda con su hijo al Congreso, o que se vitupere a quien lleva una mochila, o que se juzgue la calidad del trabajo que puede hacer un diputado porque lleva rastas y quedarme callado ante el cúmulo de necedades y estupideces que están diciendo los medios y algunos ciudadanos a través de las redes? ¡Anda ya, pedazo de imbéciles!
Ramón Alonso Pantigo