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La República que queremos

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La Primera República (febrero 1873 - enero 1874) llegó demasiado pronto a una España sumida en profunda crisis económica, política y de identidad. Amadeo Saboya consideró ingobernable un país dominado por la intolerancia, resultado de la espuria alianza entre el trono y el altar. Librepensadores de la talla moral de los: Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar han pasado a la historia como actores secundarios de “un gobierno de transición e incoloro” (Terrero y Reglá) Pavía impuso la restauración alfonsina sepultando una República sin republicanos. Cuando llegó la Segunda los tiempos habían cambiado tanto que, tal vez, era demasiado tarde. El 14 de abril de 1931 los republicanos habían crecido considerablemente, tenían mártires y símbolos, ideas y proyectos, políticas innovadoras; pero, por citar ejemplos, la fotografía tenía que asumir la competencia del cinematógrafo, el socialismo tropezaba con el nazi-fascismo, la democracia con la dictadura.

La Segunda República, largamente deseada, fue saludada con el mayor alborozo, pero, muchos de sus valedores iniciales militaban ya en otros credos y veían en ella un apeadero para acceder al nirvana de la sociedad socialista o a los paraísos del comunismo libertario y la sociedad sin clases, sin olvidar –caso de los comunistas- el paso “necesario” por la dictadura del proletariado. Pese a todo, como nos ha recordado Gabriel Jackson, un gran porcentaje de las clases medias cultas y de las clases trabajadoras apoyaron esta República en tiempos de paz y en la guerra. Se tiende a reducir los ocho años de la Segunda República a los tres de la Guerra Civil. Según Paul Preston, a día de hoy, se pueden contabilizar unos 20.000 libros escritos sobre la contienda. En la mayoría de estos la Segunda República es una simple referencia, la gran causa (sic) a defender y la fuente (inexplicada) de las miserias que condujeron a la guerra. El panorama parece desolador si a estos le añadimos los años del “bienio negro”, y en particular satanizamos 1934 como “germen de la guerra” al estilo de las prédicas de la ultraderecha revisionista. “Las críticas que lanzan contra la República son implícitamente criticas de los valores republicanos que han perdurado hasta la actual democracia española o han renacido en ella”. 

La República, proclamada en las urnas en 1931 aportó una libertad política y de expresión sin parangón; separó la Iglesia del Estado, medida imprescindible para sostener las libertades; puso en marcha la autonomía de Catalunya como inicio de un proceso hacia el reconocimiento de la diversidad cultural; pactó con los sindicatos existentes mejoras y nuevas leyes sociales; inició un proceso de reforma agraria que no pudo desarrollar por impaciencia de los desposeídos y oposición furibunda de caciques y terratenientes; concedió el voto a la mujer; admitió el divorcio como un avance contra la desigualdad sexista; abrió más de 7000 escuelas públicas; sentó las bases de un nuevo sistema sanitario; reformó las prisiones; planteó una política fiscal inspirada en la responsabilidad y se planteó la realización de obra publica sujeta a la norma legal y la necesidad social. Muchos de estos logros fueron propuestos por primera vez en la historia de España y trataron de ser llevadas adelante pese a la oposición constante de las capas dirigentes, la jerarquía católica y la amenaza de los militares africanistas. No hemos sabido apreciar ni explicar lo suficiente esta situación, ni los valores y salidas propuestas por el régimen republicano, privado de créditos e inversiones, en medio de la crisis económica mundial de los años treinta. Y la salida de la República fue siempre la salida de la democracia. Los valores republicanos son los valores de la democracia.

Unos valores que siguen emanando de las palabras libertad, igualdad y fraternidad tomadas en su justa grandeza y con sus límites necesarios. Tal vez la sociedad actual deba acentuar la fraternidad, concepto un tanto desdibujado por el moderno vocablo de la solidaridad, más proclive a la caridad que a la justicia. Para buscar la República que queremos, el debate actual debe rebasar los límites de lo formal (ya sabemos que es la mejor forma de estado posible) y de las simples consignas. Es preciso hablar aún a riesgo de equivocarnos, discutir contenidos y propósitos. Hay repúblicas en todos los continentes que no merecen serlo y otras que por su posición de gendarme de la política mundial y el alarmante recorte de las libertades individuales y cívicas no se diferencian en nada de las dictaduras más sanguinarias o las monarquías más retrógradas. 

La República que podemos soñar y pretender debe mantener, como anunciaba Fernández Buey, el carácter cívico y laico (no necesariamente antirreligioso) como rasgo troncal e irrenunciable. Buscar el equilibrio entre el jacobinismo (siempre tendente al centralismo y al dogma) y el federalismo más avanzado posible; bascular desde un pragmatismo inspirado en tradiciones emancipatorias y sentido común, para encontrar la justa proporción entre las esferas de lo público y lo privado defendiendo, si es preciso, sus fronteras en competencia con los errores o fallos del omnipresente mercado. Una República de contenidos y no solo atenta a la nostalgia, a veces decadente, de las formas. Una vez más el problema común parece ser el encontrar respuesta al dilema: ¿Es, el estado, el mal? como afirmara Azorín en 1901, o éste es, “el otro instrumento de transformación” como deseara en 1930 Manuel Azaña? La duda solo se resolverá si somos capaces de evitar el temor al dialogo y admitir la diferencia entre lo que es la política en la historia de las ideas y en la esfera de lo posible y lo que es pura y simple propaganda publicitaria.


José Antonio Vidal Castaño

Cuadernos Republicanos


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