Subieron las dos viejas metralletas en el furgón del pan de Carlos Santana, “El Canario”. Se trataba de llevarlas a la casa de Julia López, pasar los controles de la Guardia Civil del régimen en pleno 68, subir la cuesta infranqueable del cine viejo, donde siempre estaban los somatenes, aquellos torturadores de hombres y mujeres, violadores consumados de chicas republicanas o anarquistas, a las que metían ratas en sus vaginas en el centro de detención del casco viejo.
Juan Carlos Sancho, “El viejo”, el manchego veía salir en su vigilancia a los militares sudamericanos, eran chilenos, argentinos, uruguayos, guatemaltecos…, los que venían desde tan lejos a formarse en Madrid en las refinadas técnicas de tortura que impartía la policía española. Se fraguaban dictaduras en el continente hermano, España, el franquismo sabía mucho de maltrato, de cómo generar un dolor indefinible, de cómo sacar información con una metodología basada en el sufrimiento infinito
La idea del grupo armado era atentar cuando estuvieran todos dentro en la siniestra formación, el local de la Dirección General de Seguridad estaba vigilado, pero no era infranqueable, podían acceder y llevaban meses vigilando las entradas y salidas de los fascistas, el rostro siempre reconocible de Billy “El Niño”, de Muñecas, de los reconocidos torturadores del régimen franquista.
Estaba todo preparado, habían robado dos coches en las afueras de Toledo, cambiado sus placas de matrícula en el taller de Josema, pero ya era tarde, dormían cuando se escuchó un estruendo en el piso franco de Ciudad Real, volaron la puerta y entraron los hombres armados hasta los dientes, disparando a las humildes camas plegables, donde solo dormían Julia y Carlos, los demás estaban en la casa de Ernesto Palma, los asesinaron en menos de veinte segundos, los acribillaron a balazos mientras estaban abrazados y desnudos.
Incautaron las armas, sacaron los cuerpos del hombre y la mujer, la pareja enamorada y guerrillera, alzados contra la dictadura, sin imaginar que en el grupo había un traidor, un infiltrado que colaboraba con la policía, el delator estaba en el furgón donde viajaban los guardias con tricornio, a la misma hora detuvieron al resto y los llevaron al centro de detención, justo al lado de donde formaban a los policías del nuevo continente, ya tenían a quien torturar hasta la muerte, los usaron como cuerpos del delito durante varias semanas, hasta el día en que sacaron a los cuatro para enterrarlos en las afueras de Alcalá de Henares, sus cuerpos destrozados, los dedos astillados, sus cuerpos quemados por la “picana”, las dos mujeres, Luisa y Ramona, violadas durante noches enteras, desangradas, destruidas en sus entrañas por las ratas amaestradas para comerse lentamente su aparato reproductor.
Allí en el bosque de abetos, junto al riachuelo del sol siguen sus cuerpos, la pequeña cascada de la niebla. Nadie se ha preocupado, ningún gobierno de la “democracia” española se ha preocupado en desclasificar los documentos de este caso, en la fosa han crecido flores, un espacio de paz entre el sonido relajante del agua pura.
Francisco González Tejera