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De números y series.

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He tratado de seguir los debates electorales y he bordeado una depresión política absoluta. Me han arrastrado hasta el borde de la gran decisión anarquista: «No votes, porque si votas elijes amo».

No quiero parecer un radical por decir tal cosa, aunque la justicia me incita hacia ese pronunciamiento, pero creo que la sociedad civil, con su potencial riqueza de creación, y la estructura política institucional del Sistema han llegado a una incompatibilidad absoluta; a una evidente inhabitabilidad conjunta.





Quizá no nos decidamos a hablar de ello con el tenor con que lo hago aquí porque parece que nos exiliamos de las formas consagradas de razón tras dos siglos de explotación que han validado el pensamiento catastrófico. Mas si logramos recuperar el auténtico sentimiento de ciudadanía aprisionado ahora por apriorismos falaces llegaremos a la conclusión de que hay que regresar a la calle, abandonando abstracciones vacías de sentido, para ejercer lo único que nos puede devolver la dignidad: el enfrentamiento. No valen parches que únicamente pretenden ocultar la cobardía cotidiana.

A estas alturas ignoro lo que quieren hacer realmente todos los partidos de la «centralidad» con una España poblada de gente que solo espera un empleo degradante, una plaza incierta en un hospital, un inerte colegio de barrio, un transporte mínimo, un hogar en que refugiarse con los ojos tapados, una administración de ventanilla fría, unos políticos que son ramas de un árbol seco, que hace mala sombra al poder.

Unicamente Alberto Garzón ha hablado como ciudadano para los ciudadanos. Ha evitado los grandes números, que son como una malla para apresar pececitos confusos, y nos ha colocado ante la grave realidad de lo que nos tocará a cada uno cuando se abra el convoluto de las grandes ofertas dentro del Sistema y hagamos la distribución consiguiente.

Porque lo grave de estas elecciones es que llegamos a las urnas con una contabilidad deslumbrante de mejoras, pero sin salir del modelo de economía que explota a los individuos que no pueden retornar a una vida razonable. Una economía que va devorando la reserva de pensiones, que mantiene la presencia de una banca que no sale de su continuado abuso financiero, que liquida las libertades en nombre de una seguridad terrorista, que aumenta el «Creciente» perverso por donde corre la sangre de los santos inocentes, que invalida la esperanza de la soberanía popular desde unos poderes al parecer inevitables para la pervivencia humana. Y todo ello liquidando el lenguaje sencillo con que se hicieron las ciencias políticas y económicas en el pasado para sustituirlo por un engrudo del inglés más degradado a fin de que la ciudadanía acuda al experto confesor que le aclare el camino que debemos seguir para conservar la perversa gracia constitucional.

Todos los que pastorean la finca de los horrores dicen que mejorarán los salarios con miles de millones de euros o de dólares, que multiplicarán los servicios, pero no aclaran la cuota de mejora concreta de cada cual. Miles de millones inventados en las grandes corporaciones internacionales, que iluminarán al parecer el mundo nuevo, pero que se disolverán en la miseria de unos salarios que «crecerán» cuatro reales por cabeza, lo que el Sistema aprovechará además para recargar unos impuestos que han vaciado el plato de las familias.

Todos aseguran que mejorarán la salud de los individuos, pero los hospitales públicos serán incapaces de frenar la muerte innecesaria, que se convierte en moqueta milagrosa en los centros privados donde la Bolsa llega hasta los simples goteros. Hospitales públicos que no pueden con el peso de una población maltratada por tantas agonías y que carecen incluso de medicamentos que han de esperar a su difusión hasta que la Bolsa haga las cuentas debidas. Hospitales que van apuntando en un papel los días y los meses que el enfermo ha de convivir en solitario con una enfermedad que se burla de la vida mientras los dirigentes «magníficos» siguen hablando de las mejoras que no palpan los individuos por mucho que lean los periódicos o vean la televisión. Y al fondo los necios siguen peleando desde los inmeils sobre las virtudes políticas de su amo preferido.

¿A cuánto tocaremos en ese maná los que transitamos por el desierto, desposeídos de lo que creamos, haciendo cálculos ridículos de unos beneficios que son atrapados por los poderosos apenas suena la caja registradora? Nadie nos habla del hoy sino de transformaciones milagrosas porque se conseguirán milagrosamente sin tocar un pelo a los que dictan la victoria ejemplar desde la revista “Forbes”.

Ciudadano: ¿ha elegido ya a su amo? Faltan ocho días, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y por fin ya puede usted salir a la calle como triunfador, de la mano de quien le lleva a usted de la cuerda que controla. Porque usted es un número de exhibición, no un ser capaz de destino.

Todos inyectarán medios a la enseñanza, pero la incultura acerca de las grandes y fundamentales cosas en que se apoya el mundo crece a una velocidad exponencial y está completando un horizonte de barbarie insolidaria.

Todos dirigen sus consolaciones a las masas que ya no dejan ver a los individuos que están huérfanos de fuerza común, elevados a la «gloria» de un individualismo que los deja flotando en la nada.

Aclaremos lo que importa: ¿a cuánto tocamos en este reparto de promesas de cuyo cumplimiento todos huyen una vez repleta la bolsa de la minoría que al parecer hace posible con «su» dinero la riqueza de las naciones? «Su dinero», acuñado con nuestro trabajo ¿Quién se ha quedado con la paz pública y la propiedad del mundo, que es lo único que convierte en seres a los «números» castigados a cumplir con la realidad estadística?

No aprovechen eso que llaman debates para leer solo los títulos de unos capítulos que permanecen en blanco. El mejor programa que podrían ofrecer es la tabla de los diez mandamientos, redactada para individuos concretos que al fin fueron burlados también por los solemnes sacerdotes.

Sr. Garzón, no sé hasta dónde llegará usted en su búsqueda de la rebelión popular española. Tras expulsarle de los focos de Atresmedia, cuyo consejero delegado conozco desde muchos años atrás, usted ha dicho que seguirá en la batalla elemental para poner de pie al ser humano. «Debatiremos en la calle», ha dicho. Porque ahí está el quid de la cuestión: la batalla en la calle. El futuro no está en los despachos repletos de ecuaciones manipuladas al gusto sino en la voluntad de una ciudadanía que vuelva a reclamar su trabajo como la base de la vida, su dignidad de iguales, su propósito de un mundo en que estén impresas sus manos y su poder como herederos de la tierra. Lo demás es asesinato considerado como una de las bellas artes, tal como sentenció Thomas de Quincey. ¿Han leído a Quincey en la Moncloa, le han leído en la calle Génova?

Renuncio a que me sigan hablando de mi futuro cuando no conocen ni les interesa mi angustiado presente. ¿Cómo voy a confiar en quienes nunca me responden cuando les pregunto eso tan vulgar de «Qué hay de lo mío»? Cuando Franco decidió vestir de democracia su guillotina política mediante la creación del tercio familiar en sus Cortes, Antonio Mingote publicó en “Abc” una portada en que un candidato paseaba una pancarta en la que se leía: «Vota a Segúndez. A ti qué más te da». Claro que quitarse de encima a Rajoy o Rivera tampoco está mal…

Antonio Alvarez-Solís es periodista


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