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El misterio de la tumba de Zugazagoitia

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La familia del director de ‘El Socialista’ fusilado en 1940 trata de averiguar quién le dio una sepultura digna en el cementerio de la Almudena

Subiendo una pequeña cuesta del cementerio de la Almudena, permanece desde hace 75 años la tumba de Julián Zugazagoitia (Bilbao, 1899-Madrid, 1940). El enterramiento cuenta con un adorno inusual para los viejos sepulcros que la rodean. Un libro abierto y el nombre del muerto sobre las páginas. Ese detalle, el ejemplar de granito sobre los restos del que fuera director de El Socialista, llevó a su nieto José María Villarías Zugazagoitia a investigar quién se tomó la molestia de dar sepultura digna a un condenado a muerte como su abuelo. La inquietante respuesta documental del cementerio dice que fue Sabina Marroquina, un curioso nombre o quizá seudónimo, que de nada suena a la familia que vive en el exilio desde hace décadas en México.

“En 1997, cuando intenté cambiar la titularidad de la tumba, pagar los derechos que fuesen necesarios y colocar dentro de ella las cenizas de mi madre, en la oficina del cementerio me señalaron que para cambiar la propiedad, la misma Sabina o sus herederos tendrían que autorizármelo. Nunca pude dar con nadie que tuviera un nombre parecido”, recuerda el nieto del periodista desde México, donde ejerce como profesor de Literatura en la UNAM. Ante las dificultades burocráticas, José María optó por esparcir las cenizas de su madre, hija de Zugazagoitia, alrededor del sepulcro. “Lo más parecido a su deseo”, recuerda.

Apenas a diez metros de la tumba pervive la tapia de ladrillo donde el visitante imagina con facilidad el sonido de los disparos donde fue fusilado junto a 14 presos más. Delante de ese muro rojizo, en la mañana del sábado 9 de noviembre de 1940, fue ejecutado. Uno de sus últimos interlocutores fue el cura Félix García, que también asistió en sus últimas horas a otros literatos como González-Ruano o Pérez de Ayala, al que Zugazagoitia dijo que “no necesitaba intermediarios con Dios”, explica Villarías. El cuñado de Azaña, Cipriano Rivas Cherif, también se despidió de él en las celdas de la calle del General Díaz Porlier, y le pidió que recordara “a todos sus amigos y correligionarios aquel su firme deseo de que su sangre no sirviera nunca de mínimo pretexto para verter más sangre de españoles”.

Zugazagoitia fue detenido por la Gestapo en el verano de 1940 en París. Apenas había pasado un año desde su exilio tratando de recuperar su labor periodística después de haber ocupado el Ministerio de Gobernación del Ejecutivo de Juan Negrín. En ese año escribió uno de los primeros testimonios de los derrotados, Guerra y vicisitudes de los españoles, donde narra con objetividad periodística su visión del conflicto. Este libro define a la perfección su crítica a la violencia y su carácter ecuánime que sería incluso reconocido décadas después por uno de sus verdugos, el entonces ministro de Exteriores Ramón Serrano Suñer: “Una de las personalidades más respetables del socialismo, un buen escritor y hombre de gran inteligencia, una vida noble, uno de los espíritus más finos del partido socialista”, según recoge el historiador Santos Juliá en el prólogo de la cuarta edición del libro de Zugazagoitia.

Detenido en julio, juzgado y condenado en septiembre y fusilado en noviembre por “adhesión a la rebelión”. Apenas unos meses en prisión en los que escribió a su mujer y sus tres hijos que vivían junto a él en la Rue du Commerce, 6, de París. Le acompañó en el mismo camino a la muerte su amigo y compañero periodista Francisco Cruz Salido. Ambos fueron fusilados y enterrados bajo la tumba en forma de libro que recoge el nombre de los dos. Los recuerdos de Rivas Cherif respecto a las últimas horas de Cruz Salido aportan un dato que complica aún más la identidad de la misteriosa Sabina Marroquina. “No quería que su mujer viviera con la obsesión de un pedazo de tierra en España ni que sus hijos volvieran nunca con idea alguna de venganza ni de revancha inútil: quería ser enterrado en la fosa común”, redacta Juliá.

Villarías contactó con los herederos de Cruz Salido en México y tampoco pudieron aportar algo nuevo sobre Sabina. “Lo habitual es que la familia no fuera avisada. El silencio era un daño añadido”, explica Mirta Núñez, profesora de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense. Núñez es la primera historiadora que verificó el consejo de guerra que condenó a muerte a Zugazagoitia. “En el parte de enterramiento, en una cuartilla mínima, se lee en las observaciones un A, que significa que se trata de una auditoria de guerra y que tiene que ser enterrada”, explica. Es decir, que en este caso no se iba a enterrar al fusilado en una “sepultura de caridad”, como se conoce a las tumbas improvisadas previas a la fosa común del cementerio.

“La tumba no nos pertenece. Es de una señora que ni la familia de Cruz Salido ni nosotros conocemos. ¿Faltará algo en lo que nos puedan dañar?”, escribió en 2005, Olga Zugazagoitia en una carta dirigida a la Asociación de Familiares y Amigos de la II República en protesta por la imposibilidad de acogerse a una pensión aprobada para los niños que salieron al exilio. “En la madrugada del 27 de julio de 1940, al abrir la puerta fui empujada por la Gestapo y la policía franquista para llevarse a nuestro padre. Días después leíamos en el periódico que estaba en España condenado a muerte”, escribe Olga en la misiva.

“Mi madre cumplió con su deseo de ver la tumba de su padre, depositar unos claves rojos, y, tras un par de viajes, no volvió más. Quienes hemos saltado este tabú y dolor familiar —que jamás juzgaré, pues no conozco el sentimiento que produce la ejecución de un padre— hemos sido los nietos, nacidos todos en México, y que sí hemos idos a depositar flores a la tumba”, concluye José María Villarías que reconoce sentirse extraño hablando de su “abuelo” que en el momento de morir tenía más de 10 años menos que los que él tiene ahora.

Diego Barcala
Fuente: www.elpais.com






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