Hace apenas cuatro años reivindicar un proceso constituyente era una cuestión prácticamente ausente del debate político. La amplia aceptación del discurso respecto de las bondades de la Transición y la mitificación de la Constitución de 1978 (es decir, la asimilación de la llamada Cultura de la Transición) dificultaban su cuestionamiento y alejaban del imaginario político la posibilidad de comenzar un proceso que nos llevara a un nuevo momento constituyente. Sin embargo, al calor del15M, de las mareas, de las marchas por la dignidad, de las exigencias de las y los jóvenes por un futuro digno, de la movilización permanente que irrumpió con más fuerza en el año 2011, las costuras del texto aprobado en 1978 han saltado definitivamente.
Esta incapacidad de la Constitución surgida después de la dictadura para sobrevivir al momento actual de cambio social, político y económico es una realidad compartida por la totalidad de los principales actores políticos que hoy concurren a las elecciones, por unas u otras razones. Sin embargo, como veremos, hay quien prefiere seguir apelando a la transición post-franquista y al texto que resultó de ella para legitimar el régimen del 78 y sus pilares fundamentales; y hay quien, por el contrario, apuesta por una relectura —comprensiva pero consciente— de las carencias de aquella Transición y por la necesidad de una nueva Constitución.
Según se adopte una u otra postura, las soluciones que se apuntan frente al agotamiento constitucional son dos: la reconstitución del régimen del 78 mediante la reforma constitucional o la apertura de un proceso constituyente. Se trata de una apuesta estratégica fundamental, una dicotomía en la que no caben los tonos grises.
La opción por la reforma implica prolongar, una vez más de espaldas a la plena participación ciudadana, un texto constitucional con grandes carencias que —vaciado además de sus contenidos más garantistas— ni representa ni da soluciones a los problemas y aspiraciones de las grandes mayorías sociales de este país. Por añadidura, esta opción reformista abre las puertas a que, sobre las bases actuales, las fuerzas políticas todavía mayoritarias procedan a un cierre por arriba total del momento de cambio por el que tanto hemos peleado, con reformas que no son solo cosméticas sino profundamente involucionistas.
En cambio, la opción constituyente, más arriesgada, compleja y profunda, implica pasar página y abrir las puertaspara que quienes vivimos dentro del modelo constitucional vigente podamos decidir sobre él. Además, y sobre todo, la apuesta constituyente requiere la profundización de un amplio proceso de movilización, de empoderamiento de los movimientos sociales, de participación ciudadana y de toma consciente de la palabra por parte de las mayorías sociales.
La primera cuestión que surge a efectos de decidirse por una u otra opción se refiere a las posibilidades de la actual Constitución para ser el texto que permita alcanzar un cambio político en favor de los derechos de la gente. Lo cierto es que el texto de 1978 adolece de numerosos problemas graves, algunos de origen y otros sobrevenidos, que no pueden ser solucionados con reformas parciales, porque se alojan en el corazón y en el origen del propio texto.
Nos podemos referir así a la monarquía, para empezar, pero también a las carencias de la división de poderes y del marco del sistema electoral que ha beneficiado el dominio del bipartidismo desde su nacimiento; a la monopolización del poder de decisión y participación política por el sistema de partidos, anulando la participación popular en la toma de decisiones que afectan a lo público; a la deficiente constitucionalización de los derechos sociales y la debilidad de su sistema de garantías; a la pésima organización territorial establecida incapaz de resolver los problemas y las legítimas expectativas de los pueblos que componen el Estado o, entre otras cuestiones, a la introducción de un proceso de reforma de su propio texto que permite ser amañado y utilizado al antojo de las clases dominantes.
Sobre estas carencias, la labor de un Tribunal Constitucional que ha renegado de su doctrina garantista de los años ochenta para abrazar las tesis más anti —sociales o la imposición de las políticas de austeridad de la Unión Europea—, ha convertido al texto de 1978 en un candado que ahoga las aspiraciones de las mayorías sociales de este país para tener vidas dignas, es decir, que merezcan la pena ser vividas. Si en algún momento la Constitución de 1978 admitió lecturas progresistas o interpretaciones en favor de los derechos de la gente, ese momento está más que agotado.
Pretender que con una reforma constitucional hecha mediante los propios cauces que establece este texto van a solventarse las carencias señaladas es un acto de ingenuidad o es una cobardía política. En el peor de los casos, es una apuesta por el tacticismo para ir hacia una Nueva Transición controlada por las elites políticas. De hecho, si revisamos las propuestas de reforma constitucional que integran los programas electorales de los partidos que hoy en día apuestan por esta opción, podemos constatar que se han incluido reformas del núcleo duro de la Constitución, sin que estos partidos hayan optado por declarar expresamente cuál es el procedimiento a través del cual van a llevar a cabo estas reformas.
Se trata de un silencio muy elocuente, dado que oculta que el calado de estas reformas es tal que, por una mera cuestión de higiene y legitimidad democrática, deberían requerir la participación del pueblo al máximo nivel y no dentro del corsé partidista y controlado por los procedimientos establecidos en el propio texto constitucional. En todo caso, no debería volver a utilizarse el art. 167 de la Constitución, como se hizo en el verano de 2011 con la introducción del principio de déficit cero en el art. 135, para introducir reformas que afectan al núcleo central del texto constitucional.
La ciudadanía no deberíamos consentir que se siguiera invocándose la Constitución en vano, en un sentido o en otro, anunciando reformas pero sin señalar sus vías, encubriendo lo que debería ser un Proceso Constituyente donde participáramos todas y todos en cada una de las fases, máxime cuando hemos llegado a un momento en que la mayoría de las que vivimos bajo el paraguas de la Constitución no pudimos votarla (y ninguna de nuestras madres o padres, excepto los “padres” constituyentes, que eran todos hombres, participó en su redacción).
Por estos motivos la apuesta por un Proceso Constituyente, por un desbordamiento democrático del régimen actual que nos lleve a la construcción en común de un nuevo marco de convivencia, nos parece la única con potencia capaz de provocar un cambio real hacia una sociedad más justa, inclusiva, solidaria, diversa y plural, basada en el buen vivir.
Se trata de asumir la responsabilidad de aprovechar el momento rupturista que hemos vivido y abonado durante estos años y de estar a la altura de las circunstancias, proponiendo vías de cambio que no vayan a convertirse a la postre en operaciones de las elites políticas, controladas y vigiladas por los poderes económicos.
Se trata de actuar con sinceridad política, sin sacrificar los objetivos que consideramos necesarios bajo el yugo del tacticismo electoral frente al 20D, porque aceptar la apuesta reformista pavimentará el camino hacia un cierre oligárquico de amplio alcance cuya superación será cada vez menos realizable.
Evidentemente el Proceso Constituyente es la vía más difícil. Es la que implica volver a las calles, a las plazas, a los círculos, a las asambleas, volver a escucharnos y debatir desde abajo cómo queremos organizar nuestro marco de convivencia. Nada está escrito cuando se abre este proceso.
Desde las izquierdas tenemos claros los contenidos que nos gustaría encontrar en una nueva Constitución: la III República, un amplio elenco de derechos sociales y medioambientales garantizados judicialmente (trabajo, vivienda, sanidad, educación…) para asegurar una vida digna; igualdad real entre personas y colectivos y, en especial, entre mujeres y hombres; reconocimiento del derecho a decidir de los pueblos; democracia participativa; asunción del carácter público de los bienes comunes… Pero para conseguir una Constitución con estas características es preciso impulsar un Proceso Constituyente y a lo largo del mismo, de ese camino de movilización, de aprendizaje, de empoderamiento, de generación de colectividad, conseguir que estas propuestas sean compartidas por las mayorías sociales.
No hay atajos, los caminos cortos llevan al inmovilismo o a las opciones reformistas (para el pueblo pero sin el pueblo). El cambio real requiere un proceso más extenso, más valiente y más profundo que no puede depositarse únicamente en la vertiente electoral e institucional, sino que debe fundamentarse en el poder popular. Y ahora es cuando hay que elegir: Reforma o Proceso Constituyente, Régimen o Gente.
Adoración Guamán y Rafael Escudero
Fuente: Socialismo 21