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Madrid años sesenta; saliendo del subdesarrollo.

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La semana pasada finalizaba mi relato diciendo que «había terminado mi infancia». Y así era; comenzaba otra etapa larga y fructífera que dura hasta hoy. Cincuenta y tantos años no son nada, podría haber dicho el tango, pero dijo veinte, y con veinte años, llevaba yo seis incorporado a la sufrida clase trabajadora, de la que nunca he salido, ni renegado y mucho tiempo defendido. Arrancaban los sesenta del «desarrollo».

Con los relatos de otros tiempos, vuelvo «con la frente marchita» y el pelo plateado «por las nieves del tiempo», mucho más allá de las sienes, sin arrepentirme y con la nostalgia propia de quién ha hecho mucho, algunas cosas bien, con la duda de haber podido hacer más y mejor. Pero no hay vuelta atrás, tan solo la mirada del recuerdo; para recordar. Lo que sigue, es parte de la misma historia.

Todo comenzó con la pregunta de mi madre; «Con quién quieres ir a trabajar ¿con el tío Manolo o con el tío Luis?». El tío Manolo era hermano de mi madre, agente comercial y el tío Luis, cuñado, director de una sucursal bancaria. Sin dudarlo respondí: «con el tío Manolo». Así comenzó mi vida laboral. El oficio duró, lo que vivió Manolo; al mes siguiente de comenzar, un infarto se lo llevó, sin haberme traspasado el contenido de la cartera y sin haber tenido tiempo de aprender nada.




Cargado con la cartera de muestras recorríamos Madrid. Junto al edificio de Telefónica recibí una lección. Cuando terminábamos al medio día, mi tío tomaba el aperitivo en un bar cercano. Un día me preguntó: «¿Quieres tomar algo?». Y yo prudente contesté: «Me da igual». Y medio sonriente y con la voz castiza de un madrileño del 1900, dijo: «Pues si te da igual, sube a la oficina y espérame». Desde entonces, el «me da igual», es una expresión eliminada de mi dicción. O he querido o he dejado de querer. Como la elección laboral terminó con certificado de defunción, la alternativa fue estudiar banca, y mientras aprobaba o no —que no aprobé, aunque luego recaí unos años en el departamento de inspección de un banco—, acabé de botones en una oficina. Con la cartera repleta de sobres, paquetes e ilusiones, recorrí Madrid en estado de expansión.

Madrid tenía oficios que han desaparecido: faroleros, traperos (sustituidos por los servicios públicos de recogida de basura), serenos (que no han sido sustituidos por nada, pese a que lo intentaron). Carteros y carteristas —que no son lo mismo—, siguen existiendo. Junto a casa había un depósito en donde los faroleros guardaban las pértigas, las gorras y los guardapolvos grises. Hoy allí está «De Pura Cepa», donde inspirado con algún trago, el trajín de los camareros y el jolgorio de la clientela, he escrito alguna de estas crónicas. Los faroleros se extinguieron como el gas que encendían en las farolas, por el soplo del progreso, con la llegada de la electricidad al alumbrado público.

Se había inaugurado el Parque Sindical de Puerta de Hierro. Tenía capacidad para 15.000 personas, aunque los domingos lo ocupábamos más de treinta mil. Piscina monumental, playa en el Manzares, puestos de bebidas y mesas para comer la tortilla y el filete empanado; frontones, boleras, velódromo y campo de fútbol. Las «camionetas» salían abarrotadas desde Moncloa (junto a lo que había sido la Cárcel Modelo). Para entrar se libraba una auténtica guerra. Quién tenía carné (expedido por el Sindicato) pasaba, el que no, de merienda al río Jarama, que cuenta Sánchez Ferlosio.

De lunes a sábado, trabajaba por 350 pesetas al mes (2,10 euros de hoy). El billete de metro costaba una peseta, el cine de barrio siete, el periódico una cincuenta, el alquiler de un piso mil ochocientas y un «600», sesenta mil. Íbamos al «Caravelle», en la calle Barceló —ahora Pachá Madrid— a bailar y escuchar a Los Canarios. Mientras en televisión triunfaba «Perry Mason» y «Bonanza»; Conchita Velasco cantaba «la chica ye ye», el baile de moda era «la yenka», nacieron The Beatles y empieza a escucharse «Satisfaction» The Rollings Stones. Con todos, surgió el movimiento «hippies».

Mientras el hombre pisaba la Luna, en España se dejaba sentir la represión de la dictadura, sin derechos ni libertades y las cárceles llenas. Franco reclamaba Gibraltar, costumbre veraniega que la derecha sigue reivindicando. Nombró heredero a título de rey a Juan Carlos, dejando todo «atado y bien atado». Los estudiantes se manifestaban y los mineros asturianos puestos en huelga general silenciosa. En los sesenta el mundo se convulsionó. Mao emprende la Revolución Cultural; asesinan al Presidente Kennedy, al «Che» Guevara, a Martin Luther King y a Malcolm X; la guerra de Vietnam en su apogeo y comienza la guerra de los «seis días» en Oriente Medio, que hoy, de una u otra manera, sigue viva. Se construyó el muro de Berlín, las tropas soviéticas entran en Checoslovaquia, se produce la invasión fallida de «Bahía de Cochinos» y la matanza de Tlatelolco en México. Independencias y descolonizaciones. En España frío.

Desde el principio adquirí conciencia de clase. Era trabajador y entendí lo que ello significaba de explotación y de la lucha necesaria para erradicarla. En 1966 se celebraron elecciones sindicales, cuando CCOO se transforma, de movimiento espontáneo a movimiento organizado, y sus candidaturas —más o menos camufladas— triunfan. Recuerdo una pintada frente a casa: «Marcelino libertad». Camacho había sido encarcelado en 1967 en Carabanchel, donde cumplió nueve años de su vida. Mi vida sindical, comenzó en 1970, cuando fui elegido «enlace sindical», en la agencia de aduanas donde trabajaba. No fue hasta 1975, cuando me afilié a UGT.

Mientras todo ocurría, me hice artista. En 1966, el Sindicato del Espectáculo, en un examen cara al público, me concedió el carné de «artista de circo y variedades», especialidad «ilusionista». Fue en el Teatro de la Latina, donde comenzó sus éxitos Lina Morgan, fallecida esta semana, y en el mismo escenario en se le ha rendido el último homenaje. Cayó en mis manos un pequeño libro de magia y desde entonces mago, otra de mis pasiones. Como «el mago más joven de España», me presentaban.

Sin dejar de trabajar en mis oficios oficiales, actué en casas y centros regionales, asilos, hospitales, en festivales benéficos, fiestas populares y en alguna que otra discoteca y sala de fiesta. Salí en Televisión Española en algunos programas, firmando los contratos con Adolfo Suárez, en 1969 director general del ente publico. «Primer Aplauso» y «Club Mediodía», con José Luis Moreno y «Monchito», presentado por Mario Beut, Marisol González, Patricia Nigel y el chileno Bobby Deglané, quien se confesara «nazi-nipo-franco-falangista».

Terminaron los sesenta, y a principios de la siguiente década, me casé y fui padre de tres entrañables criaturas, que hoy tienen, por su propia cuenta, otras cinco. Comenzaba otra vida. Pero esa es otra parte de la misma historia, que contaré, si interesa.

Víctor Arrogante
En Twitter @caval100

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