Si algo se puede considerar prácticamente un dogma de la derecha en este país es el axioma que postula la personificación de la nación en la ideología que ellos mismos defienden. Por encima de cualquier otra forma de entender el conjunto de la sociedad, la doctrina más rancia amamanta una nueva generación de jóvenes afines a la zona conservadora del tablero político que, más allá de pretender que España sea de derechas, conciben que la derecha es España. Y de esta manera, todos los símbolos institucionales quedan irremediablemente ligados al destino, ya no del sistema, que sería lo usual, sino al proceder de la ideología que, lenta pero inexorablemente, los ha hecho suyos.
Y considero que la mejor escenificación de esta triste pero más que plausible realidad es la facilidad con la que una parte de la sociedad reivindica como propias ciertas enseñas que debieren ser de todos y destierra otras que pudieran representar determinadas corrientes dentro del propio Estado al ostracismo de estar fuera del mismo, mediante la humillante etiqueta de “antiespañol”.
Por ello, no ha de extrañarnos que esa misma parte de la sociedad que considera patrimonio suyo la bandera rojigualda se sintiera ofendida hace unas jornadas cuando Pedro Sánchez, a quien un día consideran un aliado moderado y al siguiente un extremista peligroso, la enarbolara como propia “¡Que osadía! –pensarían– Un socialista con la bandera nacional en la mano.” Y así es como se fragua la auténtica tragedia: las corrientes que disiden en el seno de la derecha de lo que debiera considerarse “de derechas”, son inmediatamente silenciadas, y las que, aún sin ser de derechas, pudieren esgrimirse orgullosas de ser españolas, quedan irremediablemente desterradas.
¿O acaso conocen algún miembro del Partido Popular que se proclame abiertamente republicano? Mec, error. La derecha es monárquica, y por ende, España entera con ella. Ni tan siquiera por asomo se concibe la posibilidad de que haya tendencias republicanas dentro de la propia derecha, demonizando el sistema republicano en sí ¿y si usted decide reconocer que prefiere una jefatura de Estado electa? Entonces tiene dos opciones: puede acatar pacíficamente y sin hacer mucho ruido a la monarquía, como hicieron en su día el PSOE y el PCE, o puede quedarse fuera del marco institucional. No hay más.
Evidentemente, el exilio dialéctico es paulatino y muy comedido. Tanto que a veces, uno se cree que está dentro y, cuando se descuida, ya le han sacado los pies del tiesto. Comienza intentado restar apoyos sociales a quien decide tomar lo que popularmente se denomina “el camino de en medio”. Se le tilda de utópico o de exigir imposibles, como se hiciera en la época Aznar con los independentistas, o hace un año escaso con los podemitas. Si el mensaje no cala, la estrategia va virando, muy lentamente, de considerar al disidente un iluso a considerarlo un peligro, una amenaza. Se menoscaba su prestigio mediante una estrategia de acoso y derribo. Se le investiga hasta el ticket de la compra, y así, y no de otra manera, saltó la liebre de los casos Pujol y Errejón. Y si con todo y con ello, el oponente demuestra ser obstinado en sus pretensiones, se le aparta del concepto “España” mediante su vinculación a espacios que ahondan en lo extranjero, lo ilegal o lo abiertamente declarado como contrario al Estado.
De esta manera, los catalanes quedan fuera del marco constitucional, que si bien es una roca inamovible en lo que secesionismo se refiere, es de la más pura arcilla en lo que al pago de la deuda atiene ¿y qué decir de Podemos? Esos ingenuos indignados que fueron progresivamente desplazados desde la Puerta del Sol en la que encarnaban la ilusión de un pueblo dispuesto a cambiar su propio destino a no formar parte del mismo, pues al dejar de formar parte del rebaño, se les tildó de lobos y se les agregaron términos que inspirasen miedo o que fueran, simplemente, partidarios de gobiernos extranjeros y non-gratos.
Tal vez los daños de esta mina anti-política serían menos acuciados de lo que hoy son si no entrara en juego, llegado este punto, el poderoso coloso de los medios de comunicación. Todo eses engranaje de grandes marcas de periódicos y cadenas de televisión cuya estrategia es jugar con los megáfonos que en realidad constituyen en sí, abriéndose para las corrientes que favorecen aires de estabilidad institucional, y cerrándose para quien pregona contra lo que la derecha considera sagrado. Como si fuera la demostración casi empírica de aquel postulado económico que dice que, cuando la demanda clama, la oferta inmediatamente se pone en marcha. A una orden de un gobierno dispuesto a intervenir directamente en la gestión de ciertos medios, las imprentas empiezan a rodar para hacer correr ríos de tinta partidista y se pierde una partida que ni un extraordinario comunicador como Pablo Iglesias, defendiendo medidas avaladas por el Financial Times, es capaz de salvar: la dialéctica.
El receptor, llamémoslo ordinario, usual, común, el ciudadano cuya única fuente de información consiste en comer viendo los telediarios, se ve atrapado bajo un alud de voces dispuestas a condenar aquello que, en principio, debería ser legítimo: la posibilidad de cambiar el sistema desde dentro del mismo, o, por lo menos, de manifestar un cierto grado de disconformidad o un anhelo de que las cosas se hagan de otra manera. La materialización de la rigidez mediante la expulsión sistemática de cuanto la ponga en riesgo se hace patente en la vergonzosamente famosa frase “pues sí no te gusta, vete a Cuba”. Así, comunistas de toda índole, republicanos, socialistas, activistas, animalistas y hasta humoristas se consideran un ataque a lo patrio por defender que lo patrio puede tener muchas formas, gestionarse de muchas maneras o enorgullecerse de lo que es por vías alternativas. Y con ellos, se condena a la censura social tricolores, martillos y hoces, senyeras–estuvieran o no estrelladas–, ikurriñas, pegatinas “antitaurinas” y hasta el pan tumaca.
Se completa así la más triste de todas las amputaciones, que no es otra que la que se realiza un pueblo a una parte de sí mismo. Se desvirtúa el lenguaje, dotando a ciertas ideas de un carácter prácticamente peyorativo. Y de este modo, cuando uno intentar exponer ideas contrarias a la taxativa derecha, debe empezar primero aclarando algo que debería obviarse por evidente: que cuando habla, el fin último sigue siendo la búsqueda de lo que se considera mejor para España, no la destrucción de la misma;y el motor, sigue siendo el amor patrio y no un hipotético odio por lo que, por derecho, es tan nuestro como suyo.