La inminente salida de José Mujica de la Presidencia de Uruguay, que se concretará el próximo primero de marzo para ceder paso a un segundo mandato de Tabaré Vázquez, también del Frente Amplio (centroizquierda), hace pertinente y necesario ponderar la labor política y ética de un personaje que resulta, en muchos sentidos, emblemático en el entorno de la política latinoamericana y mundial.
Con un pasado de militancia en organizaciones guerrilleras, detenido en múltiples ocasiones y encarcelado por más de una década en condiciones de tortura y aislamiento, Mujica es representante de una generación que, como él mismo ha señalado, intentó cambiar el mundo y fue avasallada por los gobiernos dictatoriales y represores con los que se enfrentaba. Sin embargo, a diferencia de otros representantes de organizaciones ex guerrilleras en la región, el tránsito del actual mandatario de la clandestinidad al ejercicio de cargos públicos parece no haber trastocado los pilares de un ideario político que se basa, fundamentalmente, en la búsqueda de la justicia social, la verdad histórica y la democracia.
El caso de Mujica resulta paradigmático en la medida en que presenta como un falso dilema la pretendida tensión entre la ética y la política en lo que se refiere al ejercicio del poder. El recato y la modestia en el modo de vida del mandatario, su renuncia a enriquecerse a costa del cargo que detenta y la revalorización que hace desde el discurso político respecto de valores éticos fundamentales, como la honestidad y la transparencia, han sido proyectados en forma inequívoca en cada una de las acciones de su gobierno y ello ha contribuido a desmitificar el poder político en la que es considerada por muchos como la democracia más avanzada de América Latina.
El saldo más evidente de ese entreveramiento entre la ética y la política es el hecho de que la República Oriental se ha mantenido a salvo de escándalos de corrupción, enriquecimiento inexplicable de funcionarios o desvíos de fondos, problemas que han afectado a naciones mucho más grandes, como Argentina, Brasil y México. Pero también puede observarse un componente de moralización y restablecimiento del tejido social en una gestión que ha abatido la pobreza y el desempleo, ha consolidado en forma notable a su sector agrícola y ha colocado a Uruguay como una de las naciones más comprometidas con el desarrollo de las fuentes energéticas renovables.
No deja de ser aleccionador que en un momento histórico en el que los regímenes políticos de todo el mundo adolecen una crisis de representatividad por la brecha abierta entre las clases políticas y las élites dominantes, por un lado, y las sociedades por el otro, en el caso del Uruguay la figura de Mujica es reconocida por simpatizantes y opositores como el correlato lógico de los avances económicos y sociales que ha experimentado ese país en el último lustro, y ello ha dotado a las instituciones de ese país de un reconocimiento y una legitimidad que al día de hoy son impensables en otros países de la región y del mundo.
Corresponderá al próximo gobierno, así como a los sectores lúcidos y comprometidos de la sociedad uruguaya, apuntalar los cambios políticos, sociales y económicos emprendidos durante la presidencia de Mujica y ayudar, así, a consolidar un proceso de renovación institucional que, más allá de sus fallas, reviste aspectos valiosos e imprescindibles para el pleno desarrollo de la región.
Fuente: www.lajornada.unam.mx