No quiero ser pedante, pero no se me ocurre otra forma de titular estas reflexiones, y dados todos los pedantes que me han precedido y que hoy están en otro lugar, o camino de él, voy a dejar al margen, por esta vez, mis escrúpulos.
La pregunta (o una de ellas) que se nos plantea a los Republicanos en estos momentos es: ¿Qué tiene más potencia transformadora, diez millones de votos o un programa “fuerte”?
En mi opinión, la respuesta cae por su propio peso. Los millones de votos del PSOE no hicieron más que respaldar la impunidad, la desindustrialización, la corrupción y el nepotismo. Habían apoyado un programa bastante normalito (se publicó en El País por entregas) en comparación con los estándares de la Europa del momento; pero buena parte de esos votantes habían caído en la trampa de pensar que lo que ellos deseaban era lo que querían los líderes del PSOE. No hablemos, lógicamente, de los millones de voto peperos. Una buena campaña, unos millones de marcos y a triunfar. Y luego, elhooliganismo sociata hasta que la acumulación de los casos de corrupción y la crisis del 93 dieron la vuelta a las lealtades; pero ya la capacidad de pensar críticamente había sido extirpada a varios millones de personas.
Y es que las prisas siempre han sido malas consejeras para las clases subalternas. Pero es lo propio de la pequeña burguesía, esa que encabeza propuestas radicales aprisionadas en el estrecho marco de sus prejuicios, tan alejados de los intereses de la clase obrera. Es el querer un cambio AHORA, como sea, por supuesto sin disciplina, sin rascar lo más mínimo la superficie del “producto” que, como buenos tenderos, quieran colocar. Es la que siente total reverencia por las “formas”, porque fetichiza al Estado, que considera un poder superior, neutral, y que de forma natural debería trabajar para este sector; porque anhela la unidad por encima de todo, la armonía social, el fin del conflicto. De ahí que los programas “radicales” inspirados en esos prejuicios no pueden tener mucho recorrido.
Decía Poulantzas que la pequeña burguesía no tiene ideología propia, sino que bascula entre la ideología burguesa y la del proletariado. Históricamente, así ha sido. Aunque haya podido ser la «clase reinante», en la Alemania nazi, por ejemplo, no fueron sus intereses los predominantes, los que decidieron el curso de los acontecimientos: la guerra vendría a corroborarlo. De esa ausencia de ideología genuina se ha derivado su histórica basculación entre uno y otro polo (capital/proletariado) en los momentos de ebullición social, a veces con consecuencias catastróficas, como la mencionada o como las de 1848 en Francia. Decía Lenin que sólo el proletariado llevaría las tareas de la revolución democrática hasta sus últimas consecuencias.
Y aquí es donde, a mi juicio, se plantea la cuestión central en lo que atañe a nuestro contexto. Todos estamos de acuerdo en que una victoria electoral de cualquier hipotética iniciativa que cuestionase las bases del régimen actual tendría que enfrentarse a enemigos y obstáculos poderosos. El ejemplo de la Segunda República y la respuesta del capital en términos de desinversión, por ejemplo, entre 1931 y 1934 es bastante ilustrativo. Otro caso de interés es el venezolano, preso de los precios mundiales del petróleo y del control del campo por los terratenientes. Sin duda, un programa económico socialdemócrata honesto, como el que llevan planteando hace años Navarro y Torres, encontraría limitaciones gigantescas para poder ser aplicado. Pero, ¿por qué no se entra a analizar qué sería necesario oponer a tales resistencias?
Decía un comunista miembro de Syriza hace años que tenía claro que, tras su victoria, los capitalistas griegos darían comienzo a la fuga de capitales, los ataques a la solvencia del Estado, etc. «Muy bien, decía, llévense sus millones, que les vamos a expropiar todo lo que tienen aquí. No se van a llevar los edificios, ni la tierra, ni las infraestructuras…»
Me parece un planteamiento no sólo juicioso, sino muy coherente. Ese es el enfoque dialéctico, no metafísico, que hay que aplicar a la tan manida “revolución democrática”. Estoy de acuerdo con los nuevos Kerenski en que una victoria electoral no sería más que el punto de partida. El problema es qué comienza ahí: si «A España no la va a conocer ni la madre que la parió» (Guerra) o algo serio: porque parece evidente que las verdaderas transformaciones (las que hagan realmente posibles, en el contexto de una creciente competencia interimperialista, incluso esos pequeños cambios socialdemócratas que en otro tiempo fueron posibles sin mayores convulsiones) habrán de venir por la imposición, o lo que es lo mismo, por la vía revolucionaria.
Pero, para esa tarea, no será posible contar con cualquiera, ni de cualquier manera. Dicen algunos majaderos que el verdadero sujeto revolucionario es la pequeña burguesía, “los autónomos”, confundiendo tristemente el descontento, incluso la rabia, con el potencial transformador. ¿Qué cambio trascendental puede venir de los “preferentistas”? En todo caso, sí son un aliado deseable para acabar con el régimen, a condición, insisto, de que no sean sus prejuicios los que impregnen o acaben controlando el proceso. Porque para resistir y responder a la enorme oposición que desarrollará la oligarquía hará falta mucho más que rabia. Para empezar, será necesaria la organización: ninguna revolución se ha llevado a cabo haciendo clic, diga lo que diga el Telediario (o el “ciberSocialismo del siglo XXI”). Por eso, el asumir acríticamente “mantras” como “No a las coaliciones”, “No a la suma de siglas”, y otras similares, que incluso IU está aceptando en algunas ciudades, y que lo que hacen es glorificar el individualismo (sí, aunque sea en el seno de una “masa”), nos alejan de nuestro objetivo transformador, nos desarman ideológica y, en este caso, claro está, también debilitan nuestra capacidad de respuesta.
No, no es esta la “fuerza” que necesitamos. Esa se encuentra en la clase trabajadora, que no sólo es mayoría, sino que ha demostrado innumerables veces ser mucho más juiciosa que sus líderes. No hay más que recordar aquel 22 de marzo, en el que sesudos “jefes” coreaban paternalmente “Pan, trabajo y techo” mientras cientos de miles ondeaban y acogían con entusiasmo las banderas (sí, ¡banderas!) tricolores. Que están extendidísimos el adocenamiento, la ignorancia, los prejuicios del “apoliticismo” y el individualismo, lo sabemos. Pero esa es la gente que no va a dudar en llevar los cambios hasta el final, respondiendo con la determinación (y la dureza) que sea necesaria a quienes intenten frenar su marcha. Lo sabemos por la experiencia histórica. Pero, una vez recordado esto, debemos volver a la cuestión inicial, porque otros aparentan reconocer también esta capacidad (del «99%»): lanzarse a la ofensiva ¿para hacer qué?
Esa es la cuestión: para qué hay que preparar a nuestra clase, a ese pueblo que, a base de ponerle mayúsculas, ya no se sabe en qué nivel de la escala social se encuentra (todos somos “ciudadanos”). Podemos amoldarnos a los prejuicios de tendero, ampliamente extendidos en todas las capas trabajadoras, con el fin de generar apoyos a nuestra causa, muy críticos con el enemigo (“la casta”, la “vieja política”, términos desclasados que, por ambiguos y arbitrarios, hacen temblar) pero nada con el “movimiento”. Pero, ¿qué pasará el día después de las elecciones? ¿Cuáles serán nuestras fuerzas? ¿Contra qué enemigo las lanzamos, y con qué fin? ¿Qué pasa si el régimen es capaz de asumir, cuando menos, algunas de esas “propuestas pequeñitas”, socialdemócratas, al menos temporalmente? Y si opone resistencia, ¿podremos responder con algo más que un clic? ¿Hasta dónde llegará esa masa de tenderos “furiosos”? Y entonces, ¿a quién habremos engañado: a los que querían avanzar más, o a los que les prometimos devolverles la calidez de su trastienda?
Por eso, el objetivo de nuestro trabajo son las clases trabajadoras, pero ante todo la clase obrera, empezando por los jóvenes vapuleados por la precariedad y la amenaza de la emigración, y las mujeres derrotadas por la pelea cotidiana contra la calculadora, en el mejor de los casos. Son esos, lo sabemos, los que no van a vacilar, y por eso es a ellos a quienes hay que plantearles «asaltar los cielos», pero de verdad, en términos marxianos, no marcianos. Es a todos ellos hay quienes hay que mostrarles claramente el enemigo, y ayudarles a armarse política e ideológicamente contra él, para que no podamos cesar nuestra pelea hasta haber doblegado toda su resistencia con cuantas medidas sean necesarias. Y, para ello, lo primero que hay que hacer es plantearles un objetivo potente, inasumible ahora mismo para la oligarquía: la República Democrática, Popular, que significa (y de ahí la importancia de los términos claros, no de las palabras prostituidas por machacones usos ambiguos) una democratización radical, sin matices ni medias tintas, sin frenazos a medio camino: o se tiene, o no se tiene. Es plantear que tenemos que ganar no unas simples elecciones, sino nuestra libertad. Y, junto a esa idea, promover la organización, la genuina, la que ha demostrado miles de veces su eficacia transformadora, sin concesiones al anarquismo (ni, por supuesto, al anarco-liberalismo), para afrontar la lucha con unas mínimas garantías de éxito. Es justo lo contrario de lo que está planteando ahora mismo el “ciudadanismo”. De nada sirve advertir que las elecciones serán «el comienzo de las dificultades», si no empezamos a señalar a sus responsables, a identificar los instrumentos de su dominación y a romper (de verdad) sus esquemas o, lo que es lo mismo, sus reglas del juego.
Porque, puestos a vencer inercias, desconfianzas y prejuicios, ¿por qué quedarnos en las ambigüedades? ¿De verdad preferimos ahora dos, cinco, diez millones de votos (votos) vacilantes, o de clics y “Me gusta”, a una fuerza decidida y organizada en torno a objetivos que rompan los esquemas de la oligarquía, tanto en la calle como en las instituciones? Vale que la situación es de emergencia, pero ¿realmente ganamos algo dejando que el régimen cierre las heridas de la abdicación exprés para fiarlo todo a unas reglas del juego marcadas por otros, abandonando en la nebulosa de las quimeras desconocidas los objetivos de transformación radical? ¿De quién desconfiamos?
Así, sin concesiones a prejuicios ni prestidigitaciones, con un programa de clase, que no oculte el conflicto social, sino que lo desarrolle, es como podremos avanzar: como podremos desmontar, en primer lugar, todo el entramado institucional de la oligarquía, con las mínimas vacilaciones entre nuestra gente, cuando comiencen las dificultades; es así como seremos capaces de vencer cualquier resistencia que se nos ponga por delante y de emprender con decisión los nuevos retos que dialécticamente nos plantee, sin murallas chinas que nos cierren el horizonte, la emancipación de los trabajadores y nuestros pueblos.
Sergi Sanchiz Torres