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Y ahora, ¿qué?

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Solo un ciego político y un Tancredo bunkerizado como Rajoy es incapaz de ver el cambio de ciclo histórico al que en estos momentos se enfrenta España
 Bien entrada ya la segunda década del siglo XXI, tras casi cuarenta años de dictadura franquista y otros treinta y tantos de mangoneo subterráneo juancarlista, pseudodemocracia, democracia posperjurial, posfranquismo de rostro amable… o como queramos llamar a esta inacabada transición que todavía padecemos los españoles, España se enfrenta a una importante modificación en su estructura política y territorial debiendo gestionar de inmediato un verdadero cambio de ciclo histórico que, si los españoles somos lo suficientemente inteligentes, debería reintegrarla en muy pocos años a la cabeza de las democracias más avanzadas de Europa.
         
Efectivamente a día de hoy, pasados más de siete lustros desde la muerte del dictador, muy pocos españoles pueden creer que la monarquía hereditaria instaurada por Franco “manu militari” en la persona de Juan Carlos de Borbón que, desde luego, ha aguantado más de lo previsto porque sobre todo al principio representó una especie de valladar o burladero para el golpismo militar (aunque ella misma usara esta ilegal herramienta castrense para salvarse de los radicales franquistas en el 23-F) y más tarde la vulnerable argamasa que mantenía unido el débil sombrajo de la transición… pueda sobrevivir (con la que está cayendo) a la reciente abdicación de su primer titular proyectándose así por las buenas en el cuerpo gentil del joven (bueno, ya no tan joven), espigado y, por supuesto, antipático muchacho que hasta hace solo unos meses llevaba sobre sus hombros el agraciado y nada pesado título de “príncipe de Asturias”.
Cambio de ciclo político, histórico, territorial, institucional… que tiene que venir indefectiblemente pero que quizá habría comenzado hace ya algunos años con la subida de Zapatero al poder el 14 de marzo de 2004 e, incluso, antes, con las masivas manifestaciones contra la guerra de Irak celebradas en Madrid y otras ciudades españolas los días 15 de febrero y 15 de marzo de 2003, en las que miles de banderas republicanas salieron a las calles de toda España portadas y escoltadas por millones de ciudadanos. Que sí, que, efectivamente, querían la paz en Oriente Medio y que el señor Bush se metiera sus misiles por salva sea la parte, pero también un verdadero avance en la débil y amañada democracia alumbrada con forceps en este país en 1978 como punto de partida de una “modélica” transición autorizada por los generales franquistas y aprovechada por unos cuantos sinvergüenzas de la política que no dudaron en traicionar a sus bases y, lo que es peor, a sus muertos, por el plato de lentejas de poder tocar poder. Aunque fuera con la bandera de sus antiguos enemigos presidiendo sus elegantes despachos bien retribuidos y con el heredero del dictador atrincherado en La Zarzuela con sus alabarderos y sus cortesanos militares.
          Expectativas de cambio que quizá habrían tomado fuerza tras la estrafalaria y costosísima boda real de La Almudena del 22 de mayo de 2004, la presentación del fracasado pero no enterrado Plan Ibarretsxe, el nuevo Estatuto de Cataluña (descafeinado finalmente pero con sus genes independentistas intactos), la reprimenda de ZP al Ejército por sacar a relucir a destiempo el artículo 8º de la Constitución, la desenfrenada carrera de las Autonomías para aumentar techo competencial, la ley del matrimonio homosexual, la reivindicación pública de la II República por parte del presidente del Gobierno socialista, el proceso de paz con ETA (fracasado pero no muerto), la ley de igualdad de género, la ley de la memoria histórica y, últimamente, ya con el PP en el poder y con mayoría absoluta, el órdago independentista del señor Mas escenificado por millones de ciudadanos en las calles de Barcelona en las últimas Díadas y con una fecha clave de ejecución: el 9-N
          Pero que el cambio (político, institucional, territorial…) en la España ya metida en la segunda década del siglo XXI y con una crisis económica tremenda es imparable, lo intuyen ya, en estos momentos, hasta los leones de la Carrera de San Jerónimo. Por una sencilla razón muy fácil de comprender: el edificio político de Estado/nación que ha albergado mal que bien (más mal que bien, todo hay que decirlo) durante los últimos quinientos años a los hombres y mujeres que hemos tenido la suerte o la desgracia de nacer en esta piel de toro llamada España, no da más de sí, está obsoleto, caduco, corrupto, anticuado, arruinado, no sirve, no resulta ya operativo para poder afrontar con garantías de éxito los retos políticos, sociales, económicos, convivenciales… que nos traerá el futuro inmediato. En el marco de la Unión Europea o en cualquier otro que el incierto porvenir global nos pueda deparar.
España, seamos sinceros, se conformó hace ya muchos años como Estado/nación centralista, unitario, con ínfulas imperiales, manteniéndose así durante siglos exclusivamente por la fuerza de las armas, por el poder de sus Ejércitos. Es cierto que en determinadas épocas históricas ha tenido problemas, y muy importantes, de identidad nacional y, desde luego, de relación interregional, interzonal o entre las diferentes naciones o pueblos que fueron obligados a formarlo, pero siempre la última ratio de la fuerza militar, teniéndose que emplear muchas veces a fondo y en guerras particularmente sangrientas, lograba imponerse a sangre y fuego consiguiendo así nuevos períodos de tranquilidad política y social, nuevos plazos de paz y prosperidad internas hasta que, algunas generaciones después, volvían a resurgir con virulencia los mismo problemas identitarios o de cohesión entre sus miembros.
Este peculiar equilibrio entre las fuerzas centrípetas y centrífugas de un viejo Estado/nación como el nuestro, que buscó durante siglos en el exterior, en el imperio, en la colonización chapucera y sangrienta de decenas de pueblos, una identidad política y social que aquí le negaban sus propios socios fundadores, se ha mantenido con altibajos prácticamente hasta nuestros días (hasta los últimos años noventa del siglo XX podríamos decir para marcar una no muy delimitada frontera histórica). Es el momento en el que sorpresivamente ha saltado por los aires sin que apenas nadie en este país se haya dado cuenta, y menos que nadie los políticos que dirigen sus destinos y son los responsables últimos de planificar su futuro.
¿Qué es lo que ha hecho que se rompa así, por sorpresa, con nocturnidad y alevosía, un estatus político que a trancas y barrancas, aún con períodos negros de dictaduras militares, enfrentamientos sociales y reinados de monarcas irresponsables y fatuos, ha permitido a este país, antiguo Estado/nación y ahora conglomerado de artificiales Autonomías territoriales en busca de una nueva identidad acorde con los tiempos que vivimos, llegar al siglo XXI sin autodestruirse definitivamente y hasta integrarse y desarrollarse económicamente en el marco de una Europa que siempre nos había sido hostil?
Pues, y me va a permitir el lector que parodie una célebre frase del inefable ex presidente USA, mister Clinton, ¡el Ejército, estúpidos, el Ejército! La fuerza centrípeta por antonomasia en este país, el pegamento que mantenía unidas las partes de este puzzle maldito que unos llaman Patria, otros Estado, otros Reino, otros nación, otros nación de naciones, y todavía muchos España, el autoritario gendarme que, unas veces a las órdenes de su amo el rey, y otras a las del generalísimo de turno, repartía mandobles por doquier y sometía pueblos y ciudades a la suprema autoridad de Madrid… Pero ese Ejército ha desaparecido como por ensalmo, ha muerto, ya no existe, se ha caído del caballo camino de los Balcanes; ya no quiere ser ni el pequeño tigre de papel que todavía asustaba a los ciudadanos españoles a finales del siglo pasado y ahora sólo aspira a cumplir decentemente la nuevas y altruistas misiones que como pequeña OSG (Organización Sí Gubernamental) humanitaria recibe del Gobierno de turno y que básicamente se reducen a una sola: hacer el Bien, el bien con mayúsculas, a bosnios, kosovares, albaneses, macedonios, libaneses afganos…y demás pueblos desfavorecidos de la tierra. Lo que en principio nos debería parecer muy bien a la mayoría de los ciudadanos de este país pues Ejércitos, Ejércitos, cuantos menos mejor. Lo ideal sería que no hubiera ya ninguno en este mundo desarrollado y globalizado y así no podríamos amenazarnos los unos a los otros.
No, no es ninguna broma, ciudadanos españoles, políticos del PP y del PSOE, enfrentados a muerte por conseguir (o no perder) un poder político que muy pronto no se parecerá en nada al que ellos siempre han querido poseer y perdiendo miserablemente su tiempo dilucidando si lo que viene del norte y nordeste, tras el fracaso del pacificador Zapatero, el órdago (aparcado) del libertador Ibarretxe y el superórdago (no aparcado sino con fecha fija de ejecución sumaria) del independentista Mas, es una manada de galgos o de podencos. Y, encima, con el indeciso y prepotente Rajoy todavía en La Moncloa, con el cabreo místico antipolítico que les sale por los poros un día sí y otro también a millones de españoles que se sienten frustrados, engañados y expoliados, y con la renuente crisis que padecemos desde 2008 todavía sobre nuestras cabezas.
España se enfrenta a un cambio de ciclo histórico, radical, profundo, a una metamorfosis impensable hace sólo unos pocos años, a una refundación urgente y necesaria, a un cambio de faz política total, a una reconversión de sus estructuras básicas territoriales…porque lisa y llanamente ha desaparecido la fuerza centrípeta que mantenía unido este país de aluvión, este conglomerado político unido por la fuerza de las armas. Y ahora las antes constreñidas componentes centrífugas del equilibrado y frágil sistema (los nacionalismos históricos y otros periféricos o de nuevo cuño que se han sumado o se van a sumar a los primeros en el corto plazo) creen que ha llegado su hora; la hora de recomponerlo todo y buscar un nuevo equilibrio en el que ellas sean protagonistas de su futuro. O sea hablando en plata, con claridad, sin eufemismos, piensan (y no sin motivos) que puesto que el antiguo amo, el señor, el rey, el Gobierno español en este caso, no tiene ya la razón de la fuerza en sus manos, ellas (las comunidades históricas, los pueblos con historia, con lengua, con identidad nacional real o sentida) quieren usar la fuerza de la razón (que para ello vivimos en democracia e integrados en una supranacionalidad continental) para que por fin todo el mundo reconozca su mancillada o, en todo caso, no respetada realidad como pueblos soberanos, buscando un nuevo sistema de relación política en el que integrarse en igualdad de condiciones con el poder de antaño.
Sí, podíamos llamar a todo esto revolución, revolución que viene, comedida, en paz, en libertad y usando a hasta las últimas consecuencias los votos y el Estado de derecho, pero revolución al fin y al cabo. Desde siempre los Ejércitos han sido el freno para las revoluciones y la ausencia de ellos las han favorecido así que a nadie puede extrañar que, aún estando en pleno siglo XXI como estamos, la no existencia de unas Fuerzas Armadas en condiciones a disposición de un Gobierno como el español actual, la pérdida casi absoluta de los fusiles y los cañones que desde siempre han mantenido unido a un pueblo como el español (valeroso según el consabido tópico pero sólo a pequeñas dosis y manso siempre con el poder interno), pueda ser una circunstancia que actúe como catalizador en el profundísimo cambio político, social, territorial e institucional que se avecina en España.
Así va a ser según mi particular criterio. España se encuentra en estos momentos sin Ejército, sin Fuerzas Armadas dignas de tal nombre sobre todo en el escenario terrestre (en el mar sí disponemos de algunas fragatas que nos han costado un ojo de la cara más que nada para escoltar portaaviones yanquis, y nuestro espacio aéreo sigue “protegido” por los antediluvianos F-18 comprados a los EE.UU en los años 80 a la espera de que vayan llegando a cuentagotas los Eurofithger) y expuesta a toda clase de peligros externos e internos que podamos imaginar. Como los estadounidenses todavía no le han dado al sátrapa marroquí Mohamed VI el permiso que periódicamente solicita al amo del otro lado del Atlántico para quitarnos de un sopapo Ceuta y Melilla (permiso que tarda pero que llegará, si antes no le da la patada al monarca alauí el delegado de Al Qaida en el Zagreb y es éste el encargado de iniciar la reconquista de El Andalus) la cuestión exterior nos importa de momento menos a los españoles y lo más peligroso (perentorio quizá sería la palabra) y lo que, en principio, le interesa tratar al autor de estas líneas, es la cuestión interior, o sea la forma y el fondo que esta indefensión total del Estado español actual va a influir en ese proceso de reconversión a fondo de las estructuras políticas, territoriales e institucionales de este país que señalaba antes y que, quiérase o no, el Gobierno de turno va a tener que afrontar en el medio plazo; como muy tarde al final de la presente legislatura (año 2015) tras una eventual defenestración de la derecha cavernícola del “sobrecogedor” Rajoy.
Pero la primera cuestión que se nos plantea ante ese importante reto es la siguiente: Si el centralista Estado español ya no tiene Ejército para neutralizar la cada vez mas fuerte fuerza centrífuga que generan sus regiones o naciones más contestatarias ¿Qué hacer? ¿Cómo salir del atolladero político y social en el que podemos vernos inmersos en el medio plazo? Pues esa es la almendra de la cuestión, amigos. Hay que dar soluciones políticas a lo que es y será cada vez más un problema político y no militar. ¿Cómo? Pues pactando señores de la política, dialogando, hablando con todos, negociando, sentándose en una mesa muy larga y tratando de presentar soluciones de verdad sin atrincherarse una y otra vez en unas leyes y una Constitución del 78 totalmente obsoletas.
El Estado/Nación español actual se muere porque su ciclo histórico ha pasado ya. Como se morirán en su día la mayoría de los actuales Estados/Nación del mundo, empezando por los europeos y por aquellos otros que ya tienen previsto integrarse en entidades supranacionales de varios continentes. En Europa van a tener que resolver muy pronto el mismo problema que España naciones como Reino Unido, Bélgica e Italia, después de que en los últimos años lo hayan resuelto, unos bastante bien y otros rematadamente mal, otros países como Yugoslavia o Checoslovaquia. No ver estos desafíos políticos, sociales y territoriales a estas alturas del siglo XXI es no querer ver la evidencia. A ver si por una vez somos inteligentes y previsores los españoles y conseguimos que este futuro proceso de modernización y desarrollo político y social que tenemos que acometer, y que deberíamos empezar cuanto antes aunque sin descolgarnos para nada del económico que todavía nos atenaza, se haga desde el diálogo, el consenso, la templanza, la solidaridad y la altura de miras. Incluso con pequeñas dosis de lícito egoísmo, pero desde luego no desde la intransigencia, la retórica vacía, el patrioterismo mal entendido, la cortedad de miras, y la melancolía. O avanzamos todos, no férreamente unidos que ya no es necesario a estas alturas, o retrocedemos todos peleándonos en un mundo desarrollado como la futura Unión Europea que finalmente se formará (si acaba formándose en serio) ¡ojo a esto señores cortoplacistas de la política española! no sobre la base de los actuales Estados/Nación asociados a ella, que no paran de poner palos en sus ruedas y frenan el proceso más que lo aceleran, sino sobre las regiones, nacionalidades históricas, pequeñas naciones sin Estado y grupos con una especialidad identidad y diversidad étnica o religiosa que los han conformado durante siglos. A la fuerza, claro. Hoy en día, a estas alturas del siglo XXI, la hora de la fuerza militar ya ha pasado.
Entonces ¿Qué España debemos hacer, qué organización política debemos crear, qué mapa territorial definir, qué forma de Estado instaurar, qué relaciones entre sus diferentes pueblos y naciones establecer… para que ese nuevo tinglado salido del consenso y el diálogo, ese superEstado ultramoderno nacido en democracia, por la democracia y para la democracia, sin terrorismos recidivantes, sin peleas entre sus miembros, sin carreras para conseguir más competencias que el vecino, sin envidias seculares, con solidaridad y respeto por los demás, pueda durar por ejemplo todo este siglo y el que viene?
Pues la España que los españoles queramos, sin presiones de ningún tipo, sin condicionamientos históricos, sin uniones forzadas, sin dirigentes elegidos por la divina providencia, sin miedo al futuro. ¿Cuál es nuestro primer problema?: la configuración territorial del Estado, los nacionalismos, las relaciones entre sus diferentes pueblos y naciones…Pues empecemos por ahí a presentar propuestas y soluciones:
El Estado español del futuro deberemos conformarlo como un Estado federal de nuevo cuño, como una entidad política avanzada y descentralizada al máximo, que podríamos definir como federal en la forma y confederal en el fondo. Republicana, por supuesto (sólo nos faltaba a los españoles del siglo XXI seguir aguantando a un Borbón y a toda su extensa y extraña familia pegándose la gran vida y sin dar un palo al agua otros treinta años) y formada por una serie de Estados nacionales soberanos (en principio, las antiguas Autonomías) que pactarían asociarse entre sí en igualdad de condiciones dentro del superior marco de la UE y sujetándose de momento a tres principios o parámetros básicos:
-                        La defensa exterior de la Federación hasta que la UE se haga cargo de ella con sus futuras Fuerzas Armadas continentales.
-                        La política exterior y la política de relación con la propia Unión Europea y sus Estados miembros, hasta que en los últimos años de esta década (en principio, 2017) el nuevo Tratado de Lisboa (u otro que pueda sustituirlo en el futuro) asuma completamente la política exterior y de seguridad común, hoy en día todavía inexistente.
-                        La solidaridad pactada, y desde ese mismo momento exigible, entre los distintos Estados federados que, con arreglo a sus distintos niveles de desarrollo y riqueza, deberán contribuir al equilibrado progreso material e institucional del conjunto de la Federación.
La disyuntiva para cualquiera que piense un poco en estas cosas, se presenta clarísima: o creamos nuevos lazos, mucho más elásticos y flexibles, que nos permitan mantener cierta cohesión en el conjunto de esta España que se nos muere e impida la explosión política y social en una buena parte de ella (nada descabellado a día de hoy como intuyen no ya solo los políticos sino el simple hombre de la calle) o, rotos por la fuerza de la historia los viejos y férreos grilletes del pasado, pronto nos iremos todos al garete. La elección, apesadumbrado ciudadano español que me lees, no puede ser otra: unámonos todos (en una unión suave, moderna, no avalada por la fuerza como antes) echando mano de la multitud de mecanismos políticos que la democracia nos brinda y desde la aceptación del otro como es, con su identidad, su lengua, su historia y hasta con sus orgullos y defectos. Seamos solidarios y comprensivos con nuestros forzados compatriotas de antes y avancemos al unísono, con la fortaleza que da la unión aceptada y consentida, dentro (de momento) de una Unión Europea que, querámoslo o no, hace ya tiempo que nos “robó” la mayor parte de nuestra antigua y preciada soberanía nacional. El querer mantener a ultranza una mítica España (la de nuestros antepasados) que algunos políticos en estos tiempos nuevos, con afán rencoroso y retrógrado, se empeñan en mantener como sea, bien en la UVI política y social, en el coma irreversible que apunta por el horizonte e, incluso, momificándola con preciosas esencias patrioteras para que resucite, esplendorosa y joven, cuando “vuelva a reír la primavera”… es ir directamente al suicidio colectivo.
¿Y que denominación podría adoptar esta nueva entidad política y federal ibérica? Como conjunto de Estados soberanos voluntariamente asociados en el marco de una nueva organización política, institucional y territorial, miembro a su vez de una Unidad continental europea, ésta podría denominarseComunidad Ibérica de Naciones (CIN), Confederación de Estados Ibéricos (CEI), Federación Ibérica…o de cualquier otra manera que dejara constancia de su carácter, federal/confederal, republicano, asociativo al mismo nivel, no centralizado, radicado en la península ibérica, y con vocación de integrar en ella la totalidad de pueblos, naciones, nacionalidades y regiones que hoy en día están asentadas en este singular espacio geopolítico del suroeste de Europa. Porque, y esta es otra singularidad de la propuesta que a través de estas líneas me permito hacer al pueblo español, lo lógico, deseable y políticamente correcto sería que, conformada la nueva comunidad ibérica de naciones, sus dirigentes empezaran a trabajar para tratar de incluir en ella, con los mismos derechos y obligaciones, a Portugal y Gibraltar (sí, sí, he dicho Gibraltar, timoratos y pesimistas abstenerse); con lo que la nueva Comunidad o Confederación Ibérica de Naciones se convertiría en un ente político, económico y demográfico (casi 60 millones de habitantes) de primera magnitud, en la primera potencia comunitaria del Sur de Europa y en uno de los pilares de la futura Unión Europea.         
¿Qué? ¿Que algún lector español no se lo cree? ¿Qué soñar no cuesta dinero y que esta milonga que acabo de contarles es irrealizable y producto de una pesadilla de verano? ¿Una República española de carácter federal/confederal, formada por Estados soberanos unidos exclusivamente por su voluntad y su solidaridad en lugar de por la fuerza de las armas del poderoso Madrid, y encima integrada en una entidad supranacional ibérica con Portugal y Gibraltar de compañeros de fatigas? Comprendo que alguno, tal vez muchos de mis compatriotas y también, si me leen, bastantes ciudadanos de aquellos viejos Estados/Nación tradicionalmente “enemigos” políticos nuestros en la Europa de antaño, se muestren escépticos y sonrían. De acuerdo, amigos, es muy aventurado lo que les acabo de proponer pero esperen unos años, solo unos pocos años, los justos para que el tren de la historia, sí, sí, de la historia de España, pase raudo por encima de nuestras cabezas.

Amadeo Martínez Inglés es militar con el grado de coronel, escritor e historiador

Artículo extraído de su libro “El rey que no amaba a los elefantes”, de reciente publicación.


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