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Testimonio de un manifestante del 22M: "Terror aplicado"

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Terror aplicado

Cabreado. Sigo con un rebote enorme. Llevo en casa algo más de una hora pero me da lo mismo. Al final he vuelto con una impotencia que no albergaba cuando he salido. 

He estado por Madrid, con otro montón de personas que se han dignado a visitarnos. He ido de Retiro a Cibeles, de Cibeles a Atocha y de Atocha a Colón. He mirado, me he reído, me he emocionado como un idiota y he gritado. Poco. Tengo un catarro que cariñoso, no me termina de dejar.

Cuando estoy casi en Colón, me encuentro uno de esos grupos de personas que tienen una reivindicación que hacer. Pertenecen a un colegio de Valencia, siguen en barracones tras ocho años, prometiendo que les iban a hacer un cole de ladrillo. 

Me acerco a ellos porque entre el grupo veo a una persona que conozco. Me quedo con ellos hasta el final. Charlando y escuchando (poco y mal), los distintos discursos. Bajamos después hasta el Museo del Prado, donde tiene que recogerlos un autobús que está en Vallecas. Bajamos charlando mientras la mani se va diluyendo. Llegamos a la puerta de Velázquez. Ese es su punto de encuentro. Yo, que soy un caballero y tengo un abrigo estupendo (empezaba a soplar un aire que cortaba el cutis), no dudo en quedarme con ellos. 

Tras casi una hora, donde se han dado cita más indignados de Valencia, bajan Paseo del Prado un grupo de jóvenes dando patadas a dos papeleras. Que yo haya visto no han hecho nada más. No lucían símbolos, ni banderas, ni pegatinas de ningún sindicato, partido u organización ciudadana. Ni idea. Podían ser los temibles violentos, o unos que trabajan en la comisaría de la calle de Leganitos. El hecho es insignificante, pero basta para romper la tranquilidad. La gente abandona los alrededores de la estatua de Velázquez, y se acerca a la puerta del museo. 

Dos o tres minutos después, aparcan justo frente a nosotros, seis furgones de la UIP. Se bajan de los furgones y se despliegan. Me asalta a la memoria el desembarco del ejército de EEUU en Da Nang, Vietnam, donde les recibieron jovencitas con guirnaldas de flores. Pero esta noche allí no había flores que dar, sino pánico para regalar.

Vienen hacia nosotros con escudo en ristre y empuñando sadismo. Hay unos hombres que empiezan a gritar con las manos en alto (¡de vergüenza que estemos así en este país!), que solo están esperando a los autobuses. A todos se nos pasa por la cabeza que van a cargar. Ya hemos visto a estos bestias hacerlo antes cuando no había motivo. No cargan. Se dedican a exhibir sus despliegues por cuadrillas. De tres en tres, con uno cubriendo las espaldas apuntando el fusil. Ridículos, pero no por ello menos peligrosos. 

Acaban por quedarse allí para no se sabe qué. Un tipo se acerca a decirles que están esperando, los autobuses. Un policía, le suelta muy ufano: “Estamos aquí para protegerles”. ¿De qué? ¿De quién? 

Me despido del grupo, pero un poco más arriba, me topo con 25 matones impidiéndome seguir. Uno me dice que vaya por los laterales. Miro y los laterales de la calle están ocupados también por ellos. El impresentable me dice que vaya por la calle paralela al Museo del Prado, esto es, volver atrás, rodear el museo y volver a subir. No lo entiendo. No hay nada en la calle que haga que una banda armada corte una acera. ¿Provocar quizá? 

Cruzo Paseo del Prado y subo a Cibeles por el medio de la calle. Voy a Banco de España, donde hay una boca de Metro. Cuando voy llegando, veo a un hombre algo más mayor que yo, recriminar a un UIP que se riera junto a otro uniformado, de la patada que le había dado a uno “Que le había roto los dientes”. 

Según se lo recrimina lleno de orgullo y de dignidad ese hombre y su mujer, se abalanzan tres hacia él. Le intimidan con profesionalidad. Son matones, salvajes acostumbrados a aplicar la violencia. El hombre porta una pancarta, una de esas de papel. “Violencia es ganar 600 €”, reza. Yo veo que lo sacuden. Al final no ocurre nada, aparte que el violento con placa queda impune de otro abuso. 

Bajo al andén y le entro al hombre. Él y su mujer están indignados, se sienten impotentes. Charlamos un poco y nos calmamos, incluso reímos, aunque no dejamos de hablar de esa gentuza uniformada. Su estación llega pronto y lamentablemente no podemos charlar más tiempo.  Cuando llego a casa, sigo dando vueltas a lo que he visto. Y me cabreo. Y me pongo a escribir.

Diógenes






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