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La pérfida Albión

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El 17 de julio de 1936 ya se tuvo noticia del torpe inicio en Melilla de un golpe militar contra la República. El 18, las asonadas se habían multiplicado en la península, triunfando en algunos lugar
es y siendo neutralizadas en otros. El lunes 20, el primer ministro de Francia, León Blum, se encontró un telegrama abierto al llegar a su despacho. Era del nuevo primer ministro de la República, José Giral, y en él le pedía armas y aviones. Como ese miércoles Blum viajaba a Inglaterra, puso en marcha cuanto antes un plan de ayuda. Al llegar a la habitación de su hotel en Londres, tuvo la visita de Pertinax, un periodista, que le preguntó de inmediato si Francia iba a proporcionar armas a la República. Blum contestó que sí. Su interlocutor le dijo entonces que eso no estaba bien visto en el Reino Unido. Unos días después, cuando se disponía a regresar a París el viernes 24, Blum recibió otra visita. Esta vez fue a verlo el secretario del Foreign Office, Anthony Eden. Le repitió la misma pregunta; Blum contestó que sí, que ayudarían a la República. Eden entonces le pidió solo una cosa: “Os ruego que seáis prudentes”. 


¿Fue en ese instante cuando se empezaron a estropear las cosas para la República (por lo menos en lo que se refiere a obtener ayuda militar de las democracias próximas)? Probablemente, sí. Sobre todo si se hace caso a Azaña, que en su Memoria de guerraescribió: “Lo que creo es que con Inglaterra no podemos. Contra la agresión italiana (en la imagen, soldados del Corpo Truppe Volontarie durante la batalla de Guadalajara) y alemana, todavía nos defendemos. Pero contra Inglaterra no podríamos, sin necesidad de que Inglaterra tome parte directa en la contienda. Le bastaría la acción diplomática, en la que arrastraría a todos, sin exceptuar a Francia”. Fueron, efectivamente, suficientes sus iniciativas diplomáticas, y arrastró a Francia. A finales de agosto, prácticamente todos los países europeos firmaban el Acuerdo de No Intervención. Luego se pondría en marcha un Comité, y un subcomité, y se desplegarían en el Mediterráneo unas patrullas de vigilancia. Al final de todo, el invento resultó una farsa que favoreció a Franco y a los suyos. Cierto que una guerra no se gana o se pierde en función de la ayuda externa, pero a veces cuenta, y cuenta mucho. En un libro ya antiguo, El reñidero de Europa. Las dimensiones internacionales de la guerra civil española (Península, 2001), Enrique Moradiellos documentó paso a paso el comportamiento de las naciones europeas en relación a lo que se jugaba en España durante la Guerra Civil. La conclusión es desoladora: la República fue abandonada a su suerte. 

Una larga cita del trabajo de Moradiellos resume bien la posición de Londres: “…a fin de garantizar la seguridad de la base naval de Gibraltar (punto clave en la ruta imperial hacia la India) y de los cuantiosos intereses económicos británicos en España (el 40 por ciento de las inversiones extranjeras en España eran británicas), el gobierno del Reino Unido decidió inmediatamente adoptar de hecho una actitud de estricta neutralidad entre los dos bandos contendientes. Una neutralidad tácita que significaba la imposición de un embargo de armas y municiones con destino a España, equiparando así en un aspecto clave al gobierno legal reconocido (único con capacidad jurídica para importar ese material) y a los militares insurgentes (sin derecho a importar armas hasta que no fuesen reconocidos como beligerantes mediante una declaración de neutralidad formal y oficial). Por eso mismo, se trataba de una neutralidad benévola hacia el bando insurgente y notoriamente malévola hacia la causa del gobierno de la República”. 

La ayuda italiana y alemana fue esencial para el bando franquista, llegó en momentos decisivos y en abundancia, y se facilitó a crédito. Tropas, aviones, armas, información, entrenamiento. Moradiellos se refiere a “la voluntad de convertir la guerra española en un campo de pruebas militares donde los ejércitos alemán e italiano ensayaban técnicas y equipos y adquirían experiencia bélica con vistas al futuro”, y apunta de esa manera al peso internacional que adquirió el conflicto en una Europa que se iba desgarrando a marchas forzadas. La larga sombra de los totalitarismos que emergieron en la época de entreguerras se proyectó en España, pues no en vano la República sólo encontró ayuda en la Unión Soviética. Eso sí, pagando rigurosamente y sin tener nunca la seguridad del momento en que podría disponer del material recién adquirido. 

Un ejemplo. Conforme el conflicto evolucionaba, al Reino Unido le interesaba cada vez más que no influyera en su política de alianzas y, como pretendía obsesivamente seducir a Italia para apartarla de Alemania, estaba dispuesta a permitirle hacer lo que quisiera en España. Anthony Eden todavía quiso aparentar cierta firmeza ante la abierta intervención en España de las potencias fascistas, pero dimitió en febrero de 1938. “El 16 y 17 de marzo la aviación italiana, por orden expresa de Mussolini, realizó sobre Barcelona los mayores bombardeos sobre una ciudad conocidos hasta el momento”, explica Moradiellos. El 13 de junio se cerró la frontera francesa, con lo que la República no pudo contar con las pocas “facilidades” que Francia le otorgó para que le llegaran las armas que venían de la Unión Soviética. “El 29 de septiembre de 1938, con ausencia de cualquier representante de Checoslovaquia o de la Unión Soviética, los dictadores germano e italiano y los primeros ministros británico y francés acordaron en Múnich que la cesión de los Sudetes a Alemania se realizara pacíficamente entre el 1 y el 10 de octubre”. Fue la confirmación de que la política de apaciguamiento lo significaba todo y, también, el golpe de muerte que acabó con los esfuerzos militares de la República: no habría un conflicto internacional que obligara a las democracias europeas a situarse a su lado. Cuando, como ahora, algunos conflictos reclaman la intervención de las democracia occidentales, nunca está de más acordarse de lo que sucedió durante la Guerra Civil de España. El trabajo de Moradiellos, que tituló La perfidia de Albión (Siglo XXI, 1996) otros de sus libros, sigue siendo una buena herramienta.

José Andrés Rojo



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