De niños, cuando escogíamos profesiones para ser alguien el día de mañana, nadie decía “borbón”. Jamás. “Yo quiero ser rey de España” era una frase que no se oía en los barrios de Simancas, San Blas y aledaños, y no por nuestra filiación republicana, que a esas alturas de la vida (los ocho, los nueve años) ni estaba encarrilada ni sabíamos qué puñetas era eso. Los chavales de mi barrio escogían oficios lujosos, arriesgados e inverosímiles; muchos querían ser futbolistas, otros bomberos, alguno astronauta. Yo era tan tonto que alguna vez me pedí escritor, y tan perserverante en la tontería que acabé siéndolo. Como dijo Teresa de Jesús: “se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”.
La verdad es que con no acabar tirados en un banco del parque, con una jeringuilla clavada en la fosa del codo, ya teníamos bastante. De aquellos barrios difíciles de los setenta se salía como del sector Dog Green en la playa de Omaha, atontados bajo la metralla, preguntántonos cuál era el punto del reunión mientras un sargento gritaba: “¡Cualquiera menos éste!” Es posible que alguien piense que ningún crío eligiera ser rey por la dificultad intrínseca al cargo, pero entonces la dificultad más bien resultaba estimulante. Lo que ocurría, creo yo, es que de todos los oficios imposibles con los que podíamos soñar -detective de homicidios, presidente de la banca, gigoló internacional, capo de la droga-, el de monarca era, con diferencia, el menos interesante. A esa edad tan tierna el sexo no consistía más que en una premonición de la carne, una incomprensible revista de armas matutina, así que nadie pudo plagiar aquella frase genial de Woody Allen, cuando dijo que quería reencarnarse en las yemas de los dedos de Warren Beatty.
Claro que quizá Woody Allen dijera lo de Warren Beatty porque aún no conocía a Juan Carlos de Borbón, rey de España por la gracia de Franco. La primera vez que visitó al dictador en El Pardo, en 1948, cuando todavía era un niño, el futuro monarca se quedó fascinado ante la presencia de un ratón que correteaba sin parar entre las patas del sillón donde se sentaba el Invicto, “como si tuviera la costumbre de hacerlo desde hacía mucho tiempo”. Menos mal que lo del ratón se lo contó él mismo a José Luis de Vilallonga, porque, si no, parecería que me lo acabo de inventar. Desde aquella primera audiencia, Franco acostumbraba a llamar a Juan Carlos “Alteza”, aunque no sin retranca, ya que tenía que mirarlo desde abajo, más o menos a la misma distancia que el ratón a él. Cuando le preguntó qué cosas había aprendido de Franco durante su largo y tranquilo vasallaje, el rey respondió: “Aprendí a mirar, a escuchar y a callarme”.
Excepto en la afición a despanzurrar animales a tiros (en esa primera visita Franco lo invitó a cazar faisanes), los reinados de uno y de otro no tienen mucho en común, al menos en lo que respecta al protocolo. Es evidente que el esquí, la vela, el turismo gastronómico, la pompa y el boato no los aprendió de aquel genocida cenizo cuya idea de la diversión consistía en escuchar misa, comulgar, pescar atunes, masacrar perdices, repoblar cunetas y contemplar cómo un ratón le mordisqueaba las pantuflas. A lo largo de cuatro décadas los españoles hemos podido comprobar que la profesión de rey borbón es extenuante: participar en regatas, conversar con jeques árabes, saludar en recepciones a una fila de invitados tan larga que al final se le acalambraba la mano, entregar copas con su título, etc. El rey estaba tan ocupado haciendo de sí mismo no tenía tiempo ni para despedir a los barcos que salían en misión de guerra ni para acudir a un solo funeral de estado por las víctimas de ETA.
Ni con la jubilación se ha atenuado ese extenuante ritmo monárquico que lo lleva de Arabia Saudí a las Bahamas y de México a Marruecos como si fuese un paquete certificado. En lugar de sentarse a disfrutar de un bien merecido descanso, no paran de pasearlo por los palcos en partidos de fútbol, baloncesto, carreras de Fórmula 1 y corridas de toros. “Está haciendo vida de jubilado” dice su amigo Camuñas, refiriéndose también a esas comilonas que se pega en los restaurantes sancionados con estrellas Michelin (Arzak, Atrio y el Celler de Can Roca) en cuyos aparcamientos se agolpan los autobuses del Imserso. Hacíamos bien de críos al escoger otros oficios menos sufridos, en lugar de reservar plaza en un dúplex de los Alpes Suizos junto a Corynna zu Sayn-Wittgenstein. El ratón a saber por dónde anda con tanto ajetreo. Tanto trabajo no puede ser saludable.
David Torres | Público.es