Eran las diez de la mañana del jueves 20 de noviembre de 1975. Unas horas después de que se anunciara oficialmente la muerte de Francisco Franco, Carlos Arias Navarro, presidente de Gobierno, leyó en público el testamento político del dictador, un «hijo fiel de la Iglesia» que solo había tenido por enemigos a «aquellos que lo fueron de España».
El domingo 23, en el funeral de Estado, Marcelo González Martín, cardenal primado de España y arzobispo de Toledo, recordó el deber de conservar «la civilización cristiana, a la que quiso servir Franco, y sin la cual la libertad es una quimera». Después, el cortejo fúnebre se dirigió desde el Palacio de Oriente hacia la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Esa misma tarde, una losa de granito de 1.500 kilos cubrió la fosa allí abierta para el Caudillo, junto a la tumba de José Antonio Primo de Rivera.
Bendecido por la Iglesia católica, sacralizado, rodeado de una aureola heroico-mesiánica que le equiparaba a los santos más grandes de la historia. Así murió Franco.
Francisco Franco había comenzado el asalto al poder con una sublevación militar en julio de 1936 y lo consolidó, tras el triunfo en la guerra civil en abril de 1939, con una posguerra interminable, una victoria omnipresente, una dictadura de casi 40 años, de cultura excluyente, ultranacionalista y represiva.
Culto a la nación
Para recordar siempre su victoria en la guerra, para que nadie olvidara sus orígenes, la dictadura de Franco llenó de lugares de memoria el suelo español, con un culto obsesivo al recuerdo de los caídos, que era el culto a la nación, a la patria, a la verdadera España frente a la anti-España, una manera de unir con lazos de sangre a las familias y amigos de los mártires frente a la memoria oculta de los vencidos, cuyos restos quedaron abandonados en cunetas, cementerios y fosas comunes.
Al menos 50.000 personas fueron ejecutadas en la década posterior al final de la guerra. Entre los asesinados, fusilados o ejecutados a garrote vil, había personajes ilustres, dirigentes y militantes de las organizaciones obreras o conocidos por sus ideas republicanas y anarquistas, presos del ejército republicano, pero también miles de ciudadanos que nunca habían destacado por sus intervenciones públicas o por sus posiciones políticas.
PENURIA ECONÓMICA
Unos meses después del final de la guerra civil, el ataque del ejército alemán a Polonia, en septiembre de 1939, daba inicio a otra guerra en Europa, la segunda del siglo XX, seis años de destrucción y muerte, que Franco y su dictadura pudieron evitar. La calamitosa situación económica de España condicionó la decisión de Franco en sus negociaciones con Hitler y marcó la vida de millones de ciudadanos durante más de una década. Fueron años de penuria, hambre, miedo, cartillas de racionamiento, estraperlo y altas tasas de mortandad por enfermedades.
Derrotados los fascismos, a la Segunda Guerra Mundial le sucedió pronto la Guerra Fría, la confrontación no armada entre la Unión Soviética y Estados Unidos con sus respectivos aliados. Pese a que el presidente demócrata Harry S. Truman no ocultó la hostilidad hacia Franco, la política exterior estadounidense hacia la dictadura comenzó a cambiar durante 1949-50. El anticomunismo de la dictadura franquista y las consideraciones estratégicas aportadas por los militares facilitaron ese cambio.
Las negociaciones entre la diplomacia española y estadounidense comenzaron en 1951 y culminaron en el Pacto de Madrid, firmado el 26 de septiembre de 1953, que proporcionó a España ayuda económica y militar y la oportunidad de adquirir grandes cantidades de materias primas norteamericanas y excedentes de alimentos básicos a precios reducidos. A cambio de esa ayuda, los norteamericanos construyeron cuatro complejos militares en Torrejón de Ardoz (Madrid), Morón (Sevilla), Rota (Cádiz) y Zaragoza.
Un mes antes, el gobierno de Franco había conseguido firmar un nuevo Concordato con el Vaticano que reafirmaba la confesionalidad del Estado, proclamaba formalmente la unidad católica y reconocía a Franco el derecho de presentación de obispos. Con los militares, el apoyo de Estados Unidos y la bendición de la Santa Sede, el sistema no peligraba.
El modelo autárquico impuesto en la larga posguerra llevó a la economía española a una situación de bancarrota económica. Las principales organizaciones económicas internacionales, encabezadas por el Fondo Monetario Internacional (FIM), aconsejaron la puesta en marcha de un plan de estabilización para la economía española, aprobado el 21 de julio de 1959, con una serie de medidas para recortar la intervención del Estado y flexibilizar la economía.
El Plan de Estabilización fue el principal desencadenante del crecimiento económico que se inició desde mediados de 1960 y se mantuvo hasta la crisis internacional de 1973. Los elevados costes sociales de esas medidas, especialmente en lo que se refería al descenso de los salarios y al aumento del paro, encontraron una válvula de escape en la emigración a los países europeos que reclamaban entonces mano de obra.
Emigración interior
Al mismo tiempo, la emigración interior, decisiva para el desarrollo de la economía española, llevó a las ciudades a varios millones de campesinos y jornaleros. Con la industrialización y el crecimiento de las ciudades, el hambre y las condiciones miserables cedieron paso poco a poco a salarios mejorados y a la exigencia de libertades. Los cambios dentro del orden presidieron aquellos años dorados de Franco.
Envejecimiento
Franco nunca estuvo dispuesto a ceder su poder. El 21 de julio de 1969 presentó a Juan Carlos como sucesor ante el Consejo del Reino y un día después a las Cortes. El nombramiento respondía por fin a la pregunta de «después de Franco, ¿quién?» y parecía asegurar la continuidad de la dictadura. Franco tenía entonces 77 años y había comenzado ya a mostrar claros síntomas de envejecimiento, agravados por la enfermedad de Párkinson. Ante ese panorama, Carrero Blanco, vicepresidente del Gobierno, aceleró su plan de atar la institucionalización de la dictadura con la designación por Franco de un sucesor al frente de una «Monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus principios e instituciones».
Carrero Blanco fue asesinado por ETA en diciembre de 1973 y, en los dos años siguientes, la espiral de represión, conflictos y violencia terrorista, que culminó con la ejecución de cinco militantes de ETA y FRAP el 27 de septiembre de 1975, deterioró la imagen creada de un régimen pacífico que mantenía siempre el orden. Dos meses después de que ordenara esas ejecuciones, el dictador dio su último suspiro.
Vista desde una perspectiva comparada, el rasgo distintivo de la historia de España en el siglo XX fue la larga duración de la dictadura de Franco después de la Segunda Guerra Mundial. Porque muertos Hitler y Mussolini, Franco siguió 30 años más y, durante esas tres décadas, los apoyos sociales fueron amplios.
Apatía y miedo
Salvo los más reprimidos, perseguidos y silenciados, a los que la dictadura excluyó y nunca tuvo en cuenta, una parte de la población española se adaptó, gradualmente, con el tiempo, con apatía, miedo y apoyo pasivo, a un régimen que defendía el orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, las hostilidad beligerante contra el comunismo y un inflexible conservadurismo católico.
El elegido
Los déspotas modernos, esos que saltaron a la palestra a partir de la Primera Guerra Mundial y la revolución rusa, dedicaron mucha atención a la construcción de su imagen pública, al cuidado del estilo y de la pose en los discursos y apariciones públicas. Franco no lo necesitó. Llegó al mando supremo a través de las armas y después ya se encargó la Iglesia de moldear su imagen de «gran católico cruzado». Era el elegido por la divina providencia para guiar a los españoles por el buen camino.
Su imagen como militar salvador y redentor era cuidadosamente tratada e idealizada en el Noticiario Español (NO-DO). Aparecían por todas partes estatuas, bustos, poesías, estampas, hagiografías. Su retrato presidió durante los casi 40 años de dictadura las aulas, oficinas, establecimientos públicos y se repetía en sellos, monedas y billetes. Y como ninguna legitimidad podía ser superior a la que procedía de la potestad divina, Franco fue «Caudillo de España por la gracia de Dios». Así lo recuerdan muchos de quienes le adoraron o lo sufrieron. Cuarenta años después.
Julián Casanova, historiador.