Más allá de que el busto del que fue mejor orador parlamentario de España en el siglo XX esté arrinconado en el Congreso, hace falta conocer su obra, sus escritos, tanto sus ‘Diarios’ como el resto de su producción literaria
«¡República española, régimen nacional, nación, ser de la civilización española, civilización española, tabla a la que uno está adherido para salvarse en la vida humana, para salvarse en el paso por la tierra donde uno ha nacido, afán de que vuelva a surcar el cielo la historia de un rayo de la civilización española, pasión de mi alma que no me da vergüenza confesar ante vosotros!» (Manuel Azaña).
El 3 de noviembre de 1940 fallecía Manuel Azaña en la localidad francesa de Montauban. Su adiós a la vida tuvo lugar en un modesto hotel costeado por la embajada de México. Sus últimos días, en los que la lucidez y las sombras se iban alternando, fueron dramáticos. No sólo estaba cerca de España, sino también de la Francia ocupada. El que fue acaso último intelectual español que tuvo como modelo la civilización francesa se vio en ese trance tan tremendo: España, de nuevo, gobernada por sotanas y espadones. Y su querida Francia ocupada en su mayor parte por los nazis. Su mundo y su vida se desmoronaban. Aún le dio tiempo a dejar escrito que sus restos no se movieran nunca de la tierra en la que serían sepultados.
Setenta y cinco años después de la muerte de Azaña, más allá de lo que significa la evocación sobre su figura, más allá de la fascinación que muchos sentirían si leyesen su obra, más allá de su proyecto de y para España en un momento en el que los extremismos se dieron cita en el mundo occidental, lo que toca es preguntarse acerca del interés de su figura a día de hoy, interés que, a mi juicio, es enorme.
Alguien tendría que preguntarse a qué puede obedecer que se trate, a un tiempo, del personaje más odiado y desconocido de nuestra historia contemporánea. Alguien tendría que preguntarse por qué, a estas alturas, se sigue insistiendo tanto en los errores de la República, al tiempo que se pretenden soslayar los horrores de la guerra civil.
Odiado, sí, hasta extremos pasmosos. Artífice de una reforma militar como ministro de la Guerra en un momento en que en España había más oficiales que en el Ejército de Estados Unidos. Alentó una reforma agraria en una España en la que, exceptuando el norte, la estructura agraria era prácticamente feudal. Fue también el principal valedor de una apuesta por un Estado laico. Para ello, pronunció un discurso memorable en las Cortes: ‘España ha dejado de ser católica’, acaso la mejor pieza de la oratoria parlamentaria en este país, lo que le reportó un odio que aún sigue ahí. Defendió la autonomía de Cataluña en 1932, lo que le valió, de un lado, ser el único Jefe de Estado español que consiguió que en la plaza del Ayuntamiento de Barcelona miles de gargantas se desgañitasen dando vivas a la República y a España.
Paradójicamente, quienes deseaban apresarlo y fusilarlo, quienes lo consideraban la misma encarnación del maligno, se preocuparon obsesivamente por su salvación eterna, forzando los datos para concluir que, al final, aquel ogro antiespañol y enemigo de Dios se había confesado.
Setenta y cinco años después de su muerte, más allá de que el busto del que fue mejor orador parlamentario de España en el siglo XX esté arrinconado en una dependencia del Congreso, hace falta conocer su obra, sus escritos, tanto sus ‘Diarios’ como el resto de su producción literaria, dispersa por las circunstancias de su trayectoria, pero, ante todo y sobre todo, inseparable de su obra política, de su proyecto de España, de su proyecto de país, con el que –perdón por la perogrullada– se puede coincidir o no, pero que vale la pena conocer.
Ateneísta, ensayista, novelista, traductor de obras clásicas del inglés y del francés, pensador disperso pero brillante, hombre de Estado, que no político.
Su trayectoria está marcada por lo dramático y por lo trágico. Su prosa está en las cumbres de su tiempo, lo que no es poco. Su patriotismo es estremecedor.
Más allá de los tópicos, este país, que ya dejó atrás intentos erráticos y atrabiliarios de apropiación indebida de su figura, no puede seguir permitiéndose desconocer el significado de la obra de Azaña.
Un conocimiento que conmoverá profundamente. Lo aseguro.
Luis Arias Argüelles-Meres
Autor del libro ‘Azaña o el sueño de la razón’. Nerea. Madrid, 1990