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Prolongación de la derrota

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Azaña, Pasionaria y Neruda
Lo último ha sido ya leerle a un escritor joven argentino –que vive en España desde hace unos años y que en España ha prosperado– la expresión “el Estado español”. Algunos aprenden muy pronto que para prosperar en España intelectualmente viene bien no decir mucho “España”. Y mejor si se dice la fórmula de “el Estado español”, habitual entre quienes se llenan luego la boca, parafascistamente, con el nombre de las que ellos consideran sus naciones. ¿Cómo hemos llegado a esto? Mi única explicación es que por estricta obediencia al dictador Franco.





He venido leyendo últimamente sobre la Guerra Civil y he recordado cómo la palabra “España” era entonces de los buenos. España era el país que se defendía del fascismo, por más que los fascistas se lo pretendieran apropiar. Proliferaba su uso en los discursos de Azaña, de la Pasionaria, de todos. Neruda tituló su libro de la guerra España en el corazón; César Vallejo le puso al suyo España, aparta de mí este cáliz; W. H. Auden publicó Spain en 1937; Joris Ivens y Hemingway titularon The Spanish Earth su documental de apoyo a la República; la mejor revista republicana de la guerra se llamaba Hora de España…

Cuarenta años de franquismo no pudo con la palabra. Los exiliados regresaban diciéndola con emoción. Me acuerdo de María Zambrano, de Rafael Alberti, de Ramón J. Sender. España era lo que había usurpado Franco. Lo que había malversado Franco. Los exiliados habían conservado su oro patriótico, frente a la hojarasca inflacionaria franquista. La democracia, que les permitía volver, era una restitución. Y para los que murieron en el exilio la ausencia de España fue una herida que nunca se terminó de curar. Así Luis Cernuda: “‘¿España?’, dijo. ‘Un nombre. / España ha muerto'”. O Arturo Barea: “La patria se siente como un dolor agudo, al que no llega uno a acostumbrarse” (a partir del minuto 1:10).

Los poetas antifranquistas del interior también la usaban sin melindres. Así Gabriel Celaya en el poema ‘España en marcha’ de Cantos iberos (1955): “España mía, combate / que atormentas mis adentros, / para salvarme y salvarte, / con amor te deletreo”. O el título de Blas de Otero Que trata de España (1964). O el “Y qué decir de nuestra madre España…”, del poema de Gil de Biedma (1966) que cité el otro día. La izquierda española nunca tuvo problemas con la palabra, sino al contrario, como prueba su inclusión en los nombres mismos del PSOE o del PCE.

No sé en qué momento exacto se torció el asunto. Pero hoy, el espectáculo patético de la izquierda que no dice “España” sino “el Estado español”, y que le ríe todas las gracias al nacionalismo es, aunque no lo perciba, el espectáculo de su rendición póstuma ante Franco. Presumen de ser antifranquistas, pero han aceptado la visión de España que el dictador tenía. Esa es la que han dado por válida, rechazando la de los republicanos y los antifranquistas que se la jugaron cuando Franco era de verdad y hacía pupa.

El franquismo nos produjo, es verdad, un empacho de su “España”. Pero la palabra ya ha sido suficientemente purgada, y está lista para que la usemos, sin énfasis, pero también sin complejos, contra la izquierda remilgada y los nacionalismos abusones. Quizá sean estos, al cabo, los que hayan empezado a fabricar españolistas. En este sentido, me parecen impecables los dos artículos que ha publicado en los últimos tiempos Juan Claudio de Ramón en El País: ‘Déjense fotografiar con la bandera española’ y ‘La idea de España como valor’. Suscribo lo que dice en ellos y encarezco su lectura.

Uno de los ídolos de la izquierda remilgada que digo es Antonio Machado, de cuyos restos querían apropiarse los que han montado esa televisión de charanga y pandereta que es Canal Sur. Pero, como nos recordó espléndidamente Fray Josepho, el Juan de Mairena de Machado no estaba con las tonterías regionalistas:

De aquellos que se dicen ser gallegos, catalanes, vascos, extremeños, castellanos, etc., antes que españoles, desconfiad siempre. Suelen ser españoles incompletos, insuficientes, de quienes nada grande puede esperarse.

–Según eso, amigo Mairena –habla Tortólez en un café de Sevilla–, un andaluz andalucista será también un español de segunda clase.

–En efecto –respondía Mairena–: un español de segunda clase y un andaluz de tercera.

Hay una tradición de izquierdas, la mejor, que refuta a la de ahora. Aquella fue antifranquista de verdad, porque perdió la guerra pero no le entregó a Franco “España”, como la de ahora le ha entregado.

José Antonio Montano, escritor.



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