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El entierro mexicano de Manuel Azaña

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El entierro mexicano de Manuel Azaña
Por César Morales Oyarvide

Un profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona me contó en 2006 una historia fascinante. En resumen, me decía que don Manuel Azaña, el último presidente de la Segunda República Española, fue enterrado en suelo francés, pero bajo la bandera de México y amparado por la diplomacia cardenista, salvándose así de una deshonra preparada por la jauría fascista.


No lo creí del todo y lo investigué. Al hacerlo, descubrí al diplomático mexicano que amparó al ex presidente: Luis I. Rodríguez Taboada, uno de los héroes que, en medio del crimen y la cobardía triunfantes, hicieron posible el mayor gesto de solidaridad que se recuerde en México: el socorro y asilo de miles de exiliados republicanos españoles. Junto a otros valientes, puso su talento al servicio de la vida, la democracia y el antifascismo, orgullo de nuestra cancillería y del pueblo mexicano.




Recreo la historia, apoyado en los trabajos de los profesores Alberto Enríquez Perea yJosé M. Muriá, precisamente ahora, un poco como antídoto al recuerdo del 18 de julio y porque, huérfanos de motivos de orgullo como estamos, no nos viene mal un relato así. 

La postura del gobierno de México ante el conflicto español fue siempre la misma: una defensa inflexible de la legalidad y legitimidad del gobierno republicano. Tras el triunfo militar de los alzados, este apoyo se concretó en velar por la suerte de los miles de españoles se vieron obligados a huir de su país. Uno de ellos fue Azaña, quien, como el poeta Antonio Machado, moriría en el exilio francés.

Veinte meses pasó Azaña en Francia, de febrero de 1939 a noviembre de 1940. Su salud empeoraba mientras media Europa era tomada por los nazis. En julio de 1940 París cayó y el mariscal Pétain estableció un gobierno en Vichy subordinado a Berlín. Reconocido “incondicionalmente” el gobierno franquista por Francia e Inglaterra, Azaña corría el riesgo (como el resto de españoles leales a las instituciones democráticas) de ser víctima de una venganza de los franquistas, ayudados por algunos franceses y la Gestapo. Perseguidos, Azaña y su familia iniciaron un peregrinaje por Francia que los llevó hasta Montauban, en el suroeste del país, donde fueron prácticamente acorralados.

Aparece entonces el embajador Rodríguez Taboada.

El ministro mexicano viajó desde Vichy (donde estaba la embajada) para buscar al ex presidente español. Lo encontró gravemente enfermo y sin dinero, viviendo en un pequeño piso alquilado. “Aquí me tiene, mi ilustre amigo, […] convertido en un despojo humano [...] Sé que me persiguen…tratan de llevarme a Madrid… no lo lograrán… antes habré muerto”, le dijo al recibirlo.

Al concluir el encuentro, el embajador ofreció los servicios de militares mexicanos para que custodiaran a Azaña, le entregó dos mil francos como ayuda de gastos, y se comprometió a entrevistarse con Pétain para interceder por él y facilitar su traslado a Vichy y finalmente hacia América.

Entretanto, el cerco de los fascistas se cerraba. Gilberto Bosques (cónsul en Marsella, llamado el “Schindler mexicano”, aunque como bien apunta Muriá, debería llamarse a Oskar Schindler el “Bosques alemán”), se enteró que miembros de la Falange habían cruzado la frontera para secuestrar a un grupo de refugiados (entre los que se encontraba el cuñado y amigo de Azaña, Cipriano Rivas Cherif) para llevarlos a Madrid. La suerte de su cuñado agobiaba a tal grado al ex presidente, que llegó a considerar entregarse a Franco a cambio de su vida. Buscando salvarles, las gestiones de Rodríguez ante políticos colaboracionistas fueron constantes pero infructuosas. Igualmente imposible fue convencer a Azaña de la urgencia de su traslado a México o Suiza.

A fines de agosto, llegaron a Montauban falangistas a cuyo frente estaba un tal Pedro Urraca, presuntamente planeando secuestrar al ex presidente. Volverían al mes siguiente. Alertado de ello, Rodríguez se trasladó a Montauban de inmediato y tomó una medida drástica: separó un grupo de habitaciones en el “Hotel Midi” a nombre de la Embajada de México (con derecho a ondear la bandera mexicana) y se instaló ahí con Azaña y su gente, quienes, viendo la gravedad de la situación, no pudieron rehusarse.

Ocurrió entonces un incidente poco conocido: los esbirros de Franco estaban ocultos en las afueras del hotel, lo que produjo un altercado en el que el embajador Rodríguez y los suyos ahuyentaron a las fieras con las armas en la mano (el propio Rodríguez cargaba una pistola calibre 38). Esa noche (era 15 de septiembre, aniversario de la independencia mexicana) se celebró un “Grito” inusual: centenares de republicanos se congregaron frente a la nueva residencia del ex presidente español y rindieron un respetuoso homenaje a México.

Con todo, el traslado a Vichy parecía cada vez más lejano: la salud de Azaña empeoraba y lo volvía imposible. Por si fuera poco, las autoridades francesas se enteraron de los planes del embajador Rodríguez, a los que se opusieron por completo. Los acontecimientos tomaron un giro macabro el 29 de septiembre: el médico de Azaña, Pallete, se suicidó dejando una nota a Rodríguez. Había prometido al ex presidente “inyectarlo de muerte” en caso de peligro de caer en manos franquistas, pero, incapaz de hacerlo, prefería morir él mismo.

El 3 de noviembre, Azaña agonizaba. A las 4:53 horas del día siguiente, oficialmente en territorio mexicano, el ex presidente español murió.

El último incidente ocurrió a la mañana siguiente, poco antes de que el cortejo fúnebre partiera al cementerio. Rodríguez recibió un mensaje del Prefecto de Montauban pidiéndole (en su nombre y en el de Pétain, que llegaba ese día a la localidad), que no se convirtiera el entierro en una manifestación. El mexicano le contestó que haría todo lo posible, pero no podría evitar que acompañaran a Azaña a su morada final sus compatriotas refugiados y la bandera republicana.

Esa respuesta alarmó al Prefecto, que de inmediato se hizo presente. Amenazó incluso con disolver violentamente el cortejo, si resultaba muy numeroso. En el colmo de la desfachatez, sugirió que el féretro se cubriera con la bandera franquista, y no con la republicana. “No lo haré nunca, ni tampoco autorizaré semejante blasfemia…”, contestó el embajador mexicano. El Prefecto, aturdido, preguntó si debía tomar aquellas palabras como un desafío a su autoridad. “Tómelo como quiera”, dijo Rodríguez. En un ríspido compromiso final, el funcionario colaboracionista autorizó la manifestación de duelo, pero pidió que no se usara la bandera republicana.

Lo que entonces respondió el ministro Luis I. Rodríguez (nuestro hombre en Montauban) al prefectillo es inolvidable:

“Está bien. Lo cubrirá la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza; y para ustedes una dolorosa lección”.

Y así fue.

El cortejo fúnebre partió hacia el cementerio. Detrás de él fueron apareciendo cientos de banderitas republicanas ondeadas por refugiados que daban el último adiós a su presidente, cubierto por el pabellón mexicano.

Como se sabe, el cuerpo del ex presidente español nunca volvió a España. A su cuñado, Rivas Cherif, se le conmutó la pena capital por una larga condena y, eventualmente, pudo exiliarse a América y continuar su carrera teatral. En cuanto a Rodríguez Taboada, murió en México en 1973. En su entierro, tanto él como la bandera de la República Española que lo acompañó fueron objeto de los más altos honores. 

Vida y obra de este hombre nacido en Guanajuato simbolizan lo que fue la diplomacia cardenista: una isla de dignidad en tiempos de ignominia. Su gallarda generosidad nos recuerda que, en tiempos de derrumbe moral y claudicación, hubo quienes supieron honrar a la historia y hacer de su destino la esperanza de los pueblos libres.

Por César Morales Oyarvide



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