Umberto Pellecchia, antropólogo de Médicos Sin Fronteras (MSF) llevó a cabo entrevistas en profundidad con los reclusos en la prisión de Maula de Lilongwe, donde MSF lleva trabajando desde mediados de 2014.
Lo peor es la noche. El calor que emana de docenas y docenas de cuerpos es tan sofocante que es literalmente palpable. Los hombres se aprietan unos contra otros sobre el suelo de cemento, con menos de medio metro cuadrado de media para cada uno de ellos. Hacinados como si fueran gallinas en un corral industrial durante quince horas al día, los internos se sientan en filas, con la cabeza sobre las rodillas, o tratando de apoyarse de vez en cuando sobre el hombro de un vecino. Esta es la dura realidad que encontramos en la prisión de Maula, situada en Lilongwe, la capital de Malawi. Construida para albergar a 800 presos, a este recinto le estallan las costuras, pues ya alberga a 2.650. Entre esta población desesperada, los más vulnerables son los cerca de 300 migrantes indocumentados que fueron detenidos mientras viajaban hacia Sudáfrica.
Estos hombres representan la realidad de nuestro mundo, donde las personas están en continuo movimiento, buscando refugio de la violencia y la desigualdad o una forma de escapar de la pobreza crónica. Al carecer de cualquier tipo de recursos, abandonaron sus países de origen con la esperanza de construir una vida decente en Sudáfrica. Un sueño negado en casa, que terminó dramáticamente en las prisiones de Malawi.
Es una brillante mañana de junio cuando visito la prisión de Maula para evaluar las condiciones de vida de aquellos extranjeros que el tribunal considera ilegales. El sol brilla con luz débil sobre la realidad cotidiana de los migrantes, que comparten espacio y celdas con decenas de delincuentes comunes, algunos de los cuales cumplen condenas largas por delitos violentos. "Somos 204 en esta celda", dice Thomas, un recluso de Malawi, señalando el número que alguien ha escrito en una pizarra instalada en una celda que no tiene más de 60 metros cuadrados. Me presenta a un grupo de jóvenes etíopes que están sentados al sol. "Nos aporta vitamina D", bromea Abeba, un hombre de unos treinta años de Durame, Etiopía. "¡No somos criminales! Pero ahora, en la cárcel, tampoco somos humanos", dice.
El número de ciudadanos extranjeros, en su mayoría etíopes, que están detenidos en Malawi por “entrada ilegal” ha aumentado en los últimos años hasta convertirse en un fenómeno de preocupación humanitaria. La mayoría de ellos han sido condenados a tres meses, pero muchos llevan encerrados más tiempo. La ley exige que regresen a sus países de origen después de sus periodos de detención, pero los retrasos burocráticos impiden cualquier avance. Por otra parte, se supone que deben cubrir sus gastos de repatriación, una contradicción con su débil situación económica.
Un muchacho joven que se apoya sobre una pared me dice: "Mi sueño era llegar a Sudáfrica, es por lo que he trabajado durante años. Sabía que iba a ser difícil, pero nunca pensé que iba a terminar aquí. Creía que los africanos eran todos hermanos. Pero aquí... aquí no lo parece". Me mira fijamente, como si pusiera en duda por primera vez lo que siempre había dado por sentado.
Otros tres hombres jóvenes están clasificando judías fuera de su celda. "¿Lo ves? Estas no son buenas.
Están sin cocinar y podridas", dice uno de los hombres. "Nos las comemos así", añade otro recluso. Los reclusos de Maula reciben comida una vez al día. Por lo general comen un plato de nsima, un maíz molido que llena el estómago pero que no aporta muchos nutrientes. Las judías son un manjar ocasional. La dieta es tan pobre que el mes pasado MSF tuvo que tratar a 18 reclusos por desnutrición; en algunos casos inclusos severa.
Los etíopes llevan años migrando a Sudáfrica, su faro de luz. "Donde vivimos no hay suficiente tierra para todos, somos demasiados en mi familia", dice Abeba, mientras cuenta con los dedos de las dos manos el número de hermanos en su familia. "Si voy a Sudáfrica, después de dos o tres años puedo permitirme comprar una casa. Si trabajas veinte años en Etiopía no puedes comprar nada", dice. Otro joven etíope añade, "Para encontrar un trabajo en Etiopía tienes que pertenecer a una determinada familia que tenga tierras. Mi familia no tiene". Para muchos, abandonar el país no era una elección, era su última esperanza de sobrevivir.
Emmanuel saca su billetera desgarrada, la abre y me muestra la ranura transparente en el interior. En lugar de fotografías, guarda su talismán: un pedazo de papel con tres números de teléfono. "Estos son mis amigos en Sudáfrica", dice. En el patio de la prisión, Abeba mira a otro grupo de presos que están jugando al fútbol. Le pregunto si quiere volver a su país. Gira la cabeza hacia mí, con una sonrisa sería demasiado madura para su edad. "No podemos volver atrás", asegura. "Si volvemos a Etiopía, ¿qué podríamos hacer allí? Ya no podemos trabajar. Estamos demasiado enfermos para cualquier tipo de trabajo".
Por Umberto Pellecchia, antropólogo de Médicos Sin Fronteras (MSF)
Por Umberto Pellecchia, antropólogo de Médicos Sin Fronteras (MSF)
Fuente: Médicos Sin Fronteras