Relato de Ilka Oliva Corado desde Estados Unidos.
Hace unos días fui a desayunar con un amigo. El restaurante estaba lleno a reventar tocaba hacer cola para entrar, es una belleza italiana donde se come bien y a gusto. Se volvió nuestro restaurante favorito para los desayunos, la mujer que atendía las recepciones me dio un número, era el 60 y apenas iban por el 35.
Cuando regresaba con el número en la mano vi a un hombronazo prieto azabache, de esos negros tirándole a azul petróleo, con los músculos torneados al natural, un escalofrío helado recorrió mi espalda cuando nuestras miradas se encontraron. Tenía un bebé en los brazos y otro niño lo abrazaba. Estaba parado justó atrás de mi amigo, lo saludé y tomé la mano del bebé del que me enamoré al instante. Le pregunté qué número tenían y me dijo que el 40, desahuciada le conté que nos había tocado el 60. Tenía algo, no sé qué era pero tenía algo que me atraía, algo que venía desde la luz de sus ojos y se reflejaba en su sonrisa de labios carnosos. Era algo inherente que no supe distinguir en ese momento pero que hizo que mi corazón se enterneciera.
Noté su acento extranjero, tan de la entraña de la Mamá África. Mi amigo lo saludó también con su acento extranjero, el hombronazo prieto azabache reconoció al instante el acento y le preguntó de qué país era. De Kenia. ¡Lo sabía, eres mi hermano africano!, soy de Nigeria, ellos dos son mis hijos, su mamá anda trabajando. Abrazó a mi amigo con aquel amor que solo se tienen los amigos de infancia que han crecido en la más cruda de las miserias económicas. Comenzaba a comprender qué era lo que me atraía de él. ¿Y vos?, no sos africana pero puedo decir que tienes la raíz, ¿eres caribeña? No, soy guatemalteca pero sí mis raíces algo tienen de África, es la mamá de los continentes. Reímos todos y también el bebé que no entendía de qué hablábamos. ¡Hermana! Me dijo, en ese inglés de los negros Sista! Tomé al bebé en mis brazos y jugué con él mientras el papá nos enseñaba los movimientos de natación que había aprendido su hijo mayor esa mañana en la clase. Lo llamaron a su mesa y nos despedimos.
No había pasado ni un minuto cuando llegó a donde estábamos y nos preguntó si queríamos comer con ellos ya que les habían dado una mesa grande y así no teníamos que esperar hasta el número 60. ¡Por supuesto que aceptamos!
¿Cómo está Kenia? Le preguntó a mi amigo cuando ya estábamos instalados y cómodos. Pues… ¿Qué opinás del presidente? Pues qué te puedo decir, lo mismo de siempre. Esa no es respuesta, quiero una respuesta pensada. Eres keniano demostrá que sabés pensar hermano. Esas respuestas no se dan y menos en este país donde nos ven a todos como una porquería ¡Me fascinó! Para nada sonó arrogante, me hizo retroceder en el tiempo y regresar a los años de mi infancia y a las largas conversaciones que tenía con los 16 Hombres de mi Vida, cuando íbamos a barranquear. Así lo sentí, cálido un hermano del corazón. Comenzó a hablar con tanta naturalidad de los procesos políticos que ha vivido África. Sin ninguna grisma de altivez, esos labios carnosos hablaban con amor, con inocencia y con una consecuencia política que jamás he visto en nadie en este país.
Me maravilló tanto porque mientras hablaba no descuidó ni por un instante a sus hijos, y mucho menos al bebé que era un terremoto moviendo todo desde la silla. Les prestaba la misma atención a ellos que a la conversación. Entonces supe qué era lo que me había atraído tanto. Sonreí. Y un orgullo salido de las calles enlodadas de mi arrabal me colmó, ¡es de los míos! Pensé en mis adentros. ¡Es de los míos!
Nos contó que había crecido en uno de los barrios más marginados de Nigeria, trabajado en todo (como todos los que crecemos en la exclusión del sistema) y que había emigrado junto a su esposa que también por supuesto era nigeriana. Se habían quedado en los básicos y aquí trabajaban en los mil oficios. A mi amigo lo arrinconaba con cada pregunta, y yo reía y lo felicitaba. ¿Cómo hacés para saber tanto de los procesos que ha vivido África? Leo todos los días, aprovecho que tengo computadora y leo todas las noches después de acostar a los niños. El hombronazo prieto azabache desmenuzó todo desde los tiempos del Apartheid, y lo hizo de una forma tan natural y simple que era comprensible hasta para un niño de primaria.
Hablaba del sistema, de las intervenciones estadounidenses, de los “diamantes de sangre” de los genocidios. Cuando habló de Ruanda por poco me paro a aplaudirlo. País por país y la relación que había entre ellos. Habló de violencia de género, de patriarcado y de la invisibilidad de la mujer. Cada vez que hablaba de la mujer lo hacía con una reverencia increíble. Cualquier docente de universidad o “intelectual” se hubiera sentido delegado con lo culto que era el muchacho de arrabal, que por cierto no pasaba de los 30 años. Mientras más hablaba, más me fascinaba.
Tenía una esencia humana como la de pocos. Dotes de orador de periferia. La dulzura con la que trataba a sus hijos, sin caer en sobreprotección. La atención que les prestaba y una genialidad de negro parido por la Mamá África. No me pude contener y totalmente deslumbrada por su sencillez e intelecto, por su fuerza y voz de combate, me levanté fui a su lugar y lo abracé. Que no te quepa la menor duda que Martin Luther King, Malcolm X , Rosa Parks, Angela Davis, Maya Angelou, Wangari Maathai y el propio Mandela están orgullosos de tener un hermano de lucha como vos, le dije. Me comió a besos. Me llenó de alegría era un niño juguetón como mis amigos de infancia.
Él hablaba de no quedarse en Estados Unidos, porque este país succiona los cerebros con el consumismo, con la propaganda, él hablaba de tomar lo mejor de Estados Unidos y regresar a nuestros países, a ser parte del cambio, a compartir lo aprendido. Con trabajo de hormiga todos juntos. Que este país no era el último vaso de agua en el desierto y que debíamos como consecuencia política tomar lo mejor de él y regresar a nuestros países y cambiar el sistema. Después como si nada, con tanta facilidad habló de los procesos políticos que se viven en Latinoamérica. Yo sentía que el corazón se me salía del pecho cada vez que él abría la boca, toda su palabra era poesía. Por fin alguien entendía lo que siente mi corazón. Por primera vez en mi vida alguien sentía lo que siento yo.
Terminamos el desayuno y nos despedimos con un abrazo fuerte, fuerte de los que salen del corazón. Mi amigo y yo comenzamos a caminar hacia el estacionamiento y atrás dejamos a ese hombronazo prieto azabache, de labios carnosos y de sonrisa franca, de un cabello afro envidiable y con dos hijos que en la luz de sus ojos reflejan la estabilidad emocional que hay en el hogar.
Me quedé pensando en lo que me atrajo de él y que me hubiera encantado tenerlo de compañero de vida. Por un breve instante me imaginé de mamá de una marimbita de niños prietos azabaches, como lo soñé en mi adolescencia, corriendo de un lugar a otro y yo vuelta loca organizando los horarios para llevarlos a entrenar.
No todo está perdido en este mundo, aún existen personas que sueñan con transformarlo, con cambiar el sistema. Aún hay muchos “nigerianos” por ahí anónimos, son ellos los que sin ningún tipo de altanería llenan de flores las primaveras. Por todos ellos, ¡salú!
Ilka Oliva Corado
@ilkaolivacorado
Blog de la autora: Crónicas de una Inquilina