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Sin izquierda, ¿qué nos queda?

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Ser de izquierdas no se lleva. Adscribirse políticamente a tal definición ideológica conlleva ser identificado como fundamentalista, devoto de una religión cuyos rituales trasnochados provocan rechazo. Hoy se les considera una secta.

La izquierda es un lastre si se quieren ganar elecciones y tener poder. Se le achaca un discurso proveniente de categorías como clases sociales, explotación, colonialismo interno, imperialismo, capital trasnacional, proletariado, burguesía, sectores medios, bloque dominante, etcétera. El argumento para descalificar tal lenguaje consiste en señalar que los votantes no entienden, que se pierden en una selva discursiva, los asusta y es contraproducente. Así no se puede avanzar. La nueva estrategia debe superar la dicotomía derecha-izquierda. Por consiguiente, es mejor buscar el punto medio, hablar de generalidades de coste político cero.




Al igual que la economía de mercado ha desvincu­lado la relación entre el capital y el trabajo para construir una sociedad de esclavitud consentida, los nuevos partidos emergentes reniegan de situarse en la izquierda o en la derecha, facilitando el control social y la dominación política neoliberal, bajo una estrategia comunicativa que oculta la realidad. Prefieren hablar de la gente, siendo esta la categoría acuñada para desintegrar la identidad colectiva de lo nacional-popular, negando los intereses comunes de clases trabajadoras. Los discursos que escuchamos a los dirigentes de los partidos emergentes, fundamentalmente en España, están llenos de frases como: debemos entender los problemas de la gente; saber lo que la gente quiere; reivindicar lo que la gente demanda; ser representantes de la gente; constituirse en una herramienta para que la gente participe; interpretar el sentido común de la gente. A cualquier pregunta se responde: habrá que consultar a la gente. ¿Cómo hemos llegado a tal nivel de mediocridad teórica y analítica? Veamos.

Con el advenimiento de la ideología neoliberal de la globalización, una narración histórica dominante, dependiente de la revolución burguesa e industrial, saltó por los aires. Se afirmó con rotundidad que la dualidad capitalismo-socialismo llegaba a su fin. Una mayoría de científicos sociales consideró la caída del Muro de Berlín y la desarticulación del bloque comunista como el inicio de una nueva era en la historia de la humanidad. No más vivir bajo el temor del holocausto nuclear. La paz perpetua, descrita magistralmente por Kant, parecía tocarse con la mano. La comunidad internacional se felicitaba y los dirigentes políticos vivieron un momento de euforia. Los colores tradicionales del espectro político se desdibujaron en pro de una caracterización menos ideológica y más pragmática. Las grandes ideas-fuerza, centro del debate teórico y motor de programas políticos, fueron cuestionadas, y finalmente consideradas obsoletas.

Ni Marx ni Keynes. Era el tiempo de Adam Smith. Sus discípulos, vilipendiados durante décadas, Hayek, Von Mises, Friedman o Rawls, pasaron a la ofensiva y se convirtieron en el referente para el proyecto refundador del capitalismo. Los organismos internacionales, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, junto a las trasnacionales aconsejaron la desarticulación del estado de bienestar. La propuesta fue clara: despolitizar, restar derechos sociales, reformar los espacios de acción colectiva y realizar un ataque a las formas organizativas de las clases trabajadoras hasta lograr su total desprestigio. Sindicatos de clase y partidos políticos de izquierda fueron cuestionados. El momento subjetivo de la política, principio articulador de la conciencia social del nosotros, fue remplazado por un yo superlativo, construido desde las fuerzas del mercado. A paso lento, el sujeto social perteneciente a una sociedad de clases, a una nación con identidad colectiva, fue remplazado por la figura de un consumidor anónimo defensor de un individualismo extremo. Consumidor de política, sexo, amor, educación, sanidad, cultura, ocio y dinero.

El Estado, la nación, las relaciones sociales, económicas, la política, la familia, la moral, la religión y la cultura debían modernizarse, transformarse en nombre de la economía de mercado. Las tecnociencias proporcionaron las herramientas para el advenimiento de la sociedad de la información y la comunicación global. El concepto acuñado por Marshall McLuhan: aldea global sirvió para sintetizar los cambios en la vida cotidiana y mostrar la influencia de los medios de comunicación en la era informática. La razón neoliberal impuso su narrativa, su lenguaje, sus íconos y sus mitos. Las clases sociales se diluían en el mercado y no tenía sentido proyectar sus relatos en forma de acción política. La separación entre derechas e izquierdas llegaba a su fin. La democracia de mercado inventaba un nuevo modo de producción: el democrático representativo-autorregulado.

En las postrimerías del siglo XX, la cultura del capitalismo ganó la batalla. El enemigo, temido y a veces endiosado, fue caricaturizado. Los ex dirigentes comunistas abdicaban de su ideario y anunciaban su derrota estratégica. La palabra crisis de la izquierda se generalizó, llegando a incluir paradigmas, teorías, formas de pensar, actuar y modelos societales. La proliferación de autores adictos a este relato emergió en los cinco continentes. Una literatura subrayando el comienzo de esta era de progreso inundó las aulas, los debates y los foros internacionales. Las editoriales pertenecientes a las trasnacionales de la comunicación se encargaron de su difusión a escala planetaria.

Las mentes se acoplaron a los nuevos retos del neoliberalismo. El individuo exaltado y elevado a la condición de dios no tendrá límites, su poder es ahora infinito. Para ello debe sentirse dueño de sí mismo: en una palabra, empoderarse. Pero, no para configurar un proyecto colectivo como lo entendía Paulo Freire, tomar conciencia de la pedagogía del oprimido. El triunfo cultural del neoliberalismo consiste en defenestrar a la izquierda en pro de un vacío ideológico que no cuestione la economía de mercado. Los partidos emergentes son sus mejores representantes.

Marcos Roitman Rosenmann




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