Trilogía progresista (I). El origen de una evolución social.
Intentar determinar el nacimiento del progresismo como pensamiento natural y evolutivo de la sociedad es casi imposible. Se podría decir que el ser humano es evolutivo, y por lo tanto progresista, desde el comienzo de su historia. No obstante, se puede matizar, a grandes rasgos y permitiéndome la licencia de generalizar un poco, para que esta trilogía no se convierta en una tesis doctoral, en que el progresismo, si bien es anterior al conservadurismo, no fue calificado como tal hasta el siglo XX cuando los académicos de teoría política lo enfrentaron al conservadurismo nacido y reivindicado cuando la nueva burguesía pretendía “conservar” los bienes y capitales que habían acumulado. Y hay que tener claro que progresismo no significa izquierda y que conservadurismo tampoco significa derecha. Ambos términos, izquierda y derecha, son más próximos temporalmente hablando.
Hizo falta que una parte de la sociedad empezase a darse cuenta de que además de que eran explotados, el esfuerzo de su trabajo no tenía el suficiente rendimiento que merecía. Las condiciones laborales eran penosas y los derechos sociales individuales y colectivos no eran reconocidos, ni siquiera los derechos naturales (ius naturale) de igualdad. Estas condiciones supusieron el nacimiento de una corriente ideológica con fuerte base filosófica que acabó denominándose académicamente como la corriente progresista.
Esta nueva corriente de aparentes sublevados, pero que no eran más que ciudadanos que legítimamente defendían los derechos que merecían, forzó la reivindicación del pensamiento conservador y tradicionalista de aquellos acomodados que, en otra época cuando aún no existía la burguesía a la que ahora pertenecían, sino una poderosa nobleza medieval; habrían defendido los derechos que ahora pretendían limitar para sus clase social y cercenar a la clase obrera para que no hubiese igualdad.
Serían estas condiciones de presión social sobre los trabajadores y de privilegios para las élites comerciales y terratenientes las que fraguarían la revolución americana en 1776 y un poco más tarde la revolución francesa que se produciría en 1789. Ambas fueron las precursoras de la llamada “era de las revoluciones” que perseguían una transformación profunda con la que querían reconocer los derechos que el modelo absolutista rechazaba.
Edmun Burke y John Locke |
Estas revoluciones, sobre todo la francesa por proximidad con Gran Bretaña, produjeron conflictos internos y externos, y servirían de faro al que mirarían el resto de naciones continentales, suscitando reacciones antirrevolucionarias que encontrarían en Edmund Burke su líder teórico e intelectual. En 1790 escribió “Reflections on the Revolution in France”, que tuvo una gran difusión e influencia, donde atacaba la doctrina revolucionaria y rechazaba el iusnaturalismo que caracterizaba a la Ilustración. Pensaba, al igual que David Hume, que el ser humano carecía de sentido fuera de la sociedad y que por lo tanto no era lógico aceptar y conceder los derechos naturales del individuo pues no estaban por encima de que los derechos sociales dados en una sociedad regulada histórica y tradicionalmente mediante clases sociales y un Estado absolutista. Es cierto que Burke no defendía la restauración absolutista, pero en ese momento de lucha contra la revolución ilustrada, prefería dejar a un lado ese detalle.
En este punto, aparece una corriente contrarrevolucionaria que abarcaría desde los conservadores más radicales hasta los más moderados que defendían una restauración de monarquía que aceptase las reivindicaciones sociales de la ilustración. El conocido como despotismo ilustrado. Y ahí nacería la semilla que luego recibiría el conservadurismo moderno frente a los liberales más radicales.
La evolución social había comenzado. El conservadurismo se había tenido que organizar y estructurar para enfrentarse a un progresismo antes latente y dormido que había despertado sembrando revoluciones por todo el continente europeo y por sus colonias. El liberalismo parecía tener más razón que la tradición. El racionalismo ilustrado se imponía a la superstición más consuetudinaria. Y Burke, heredero del absolutismo de Hume, se enfrentaba a la original idea de la separación de poderes de John Locke, que aunque ya había fallecido, aún así, no podía vencer las ideas progresistas y evolutivas del padre del liberalismo clásico.
En la segunda parte de esta trilogía progresista, abordaré el tema del liberalismo y el socialismo, los dos hijos de un mismo padre, el progresismo.
Salva Díaz