Ahora que Felipe y Letizia vienen a México, en su primera visita como reyes de España, es bueno recordar que en 1939, a raíz de la guerra vinieron a este país 30 mil españoles, muchos traídos por un solo hombre: el cónsul Gilberto Bosques, quien acataba las órdenes del entonces presidente de la República, el general Lázaro Cárdenas.
Gilberto Bosques no sólo los documentó para que se embarcaran en Marsella, Le Havre, Orín o Casablanca, sino que los alojó en el sur de Francia, en el Castillo de La Reynarde, donde vivieron 850 hombres, y en el de Montgrand, donde esperaron más de 500 mujeres, entre ancianas, jóvenes y niñas.
Varios barcos habrían de atravesar continuamente el océano: el Sinaia y el Méxique, el De Grasse y el Ipanema, el Flandes y el Winnipeg, el Niassa, el Marqués de Comillas y el Champlain, que naufragó atacado por un torpedo y en el que perdieron la vida los refugiados que en él viajaban. El Vita es otro cantar que le valió canas verdes a Indalecio Prieto, responsable del tesoro. Otros viajaron en el famoso Queen Mary, que los llevó a Nueva York, pero no les permitieron desembarcar por comunistas y porque el gobierno estadunidense –a diferencia de la Brigada Lincoln– reconoció al gobierno de Franco.
Constancia de la Mora, esposa de Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana y autora de un libro sobre la guerra de España, Múltiple esplendor, logró desembarcar en Nueva York.
Fernando y Susana Gamboa también fueron piezas claves en la organización del viaje de los refugiados españoles. Susana Gamboa atravesó dos veces el Atlántico y todos recuerdan su bondad y su belleza, y el ánimo que sabía infundir a los desterrados.
Entre embarque y embarque había que esperar. Para los españoles, La Reynarde, a 12 kilómetros de Marsella, y Montgrand resultaron mil veces mejores que los campos de concentración de Argelès-sur-mer, St. Cyprien, Gurs, Vernet, Agde y Septfonds con los que la Francia entreguista de León Blum y Edouard Daladier maltrató a los españoles.
Gilberto Bosques cuenta que la Francia de Vichy era todo menos hospitalaria. Al contrario, tuvo que defender a los refugiados contra la hostilidad de la policía petainista francesa, los agentes de Francisco Franco y, desde luego, la Gestapo nazi.
Luchó como endemoniado para que las autoridades respetaran los albergues. En La Reynarde, Gilberto Bosques logró que los refugiados encontraran consuelo además de ropa limpia, sábanas blancas, una cama, buena comida y esparcimiento. Se improvisaron representaciones teatrales como La zapatera prodigiosa, de García Lorca. También creó en Los Pirineos una casa de recuperación para 80 niños, muchos de ellos huérfanos de guerra.
De los muchos españoles que tuve la suerte de conocer guardo un recuerdo imborrable de Juan Rejano, hijo de un rey moro, toro de Miura, poeta, escritor; de León Felipe, quien bajo su gorra vasca se mesaba la barba en el café París y a quien tuve el privilegio de entrevistar en su casa de Miguel Schulz, cuando su mujer aún vivía: Bertuca, Bertuca, ven, ven a ver una rusita; de Max Aub, a quien una vez vi leer los periódicos en forma por demás curiosa y expedita. Los abría e iba volteando las grandes hojas muy rápidamente: Esto que lo lea mi abuela, “esto –daba vuelta a la página– que lo lea mi tía”, esto es para el vecino, esto para Gutierre Tibón.
Ay, Max. ¿A poco ya terminaste? “Sí –reía–, todo esto ya me lo sé.” Era verdad, todo lo sabía, en su corazón y en su cabeza, todo lo había vivido. Magda Donato, la actriz, hermana de Margarita Nelken (pero no se hablaban) y esposa de Bartolozzi, el dibujante del Pinocho español), era una mujer fuerte y cariñosa, que hizo teatro en francés, en el Instituto Francés de América Latina con André Moreau.
Monseñor José María Gallegos Rocafull también me impresionó, así como la ironía en los ojos del maestro Manuel Pedroso, a quien Carlos Fuentes y Sergio Pitol siempre ponderaban.
Debo confirmar aquí que tengo enorme devoción por los republicanos y siempre atesoré su amistad. La maestra que más quise en el año cursado en el Liceo Franco Mexicano y a la que más recuerdo, aunque sólo permanecí siete meses en su clase, era Madame Alban, una rubia finita que sabía mirarnos con perspicacia e inteligencia, y resultó ser hermana de Michele Alban, casada con Tomás Segovia. Eran una pareja muy hermosa. Se decía que ella no usaba brasier y como salía a correr por el Paseo de la Reforma tras de algún ladrón de libros de la Librería Francesa (por lo general el ladrón era Ivan de Negri) todos la veíamos correr con admiración por sus pechos movedizos. Más tarde habría de parecerme guapo y atractivo Félix Candela, el de las cubiertas arquitectónicas en forma de ala, y me encantó Amaro del Rosal, a quien entrevisté cuando era subdirector o gerente de la Dina Nacional, que hacía carros de ferrocarril, allá por los llanos de Apan. No se diga Neus Espresate, tímida e intensa directora de la editorial Era, quien hacía todo por parecer una secretaria más.
A propósito de Neus también su familia quedó separada, su padre, don Tomás Espresate (el editor e impresor), por un lado, su madre por otro y los hijos por otro, tiempos en campos de concentración que Neus no quiere recordar.
Toda experiencia de dolor bien vivido, enriquece, y si algunos españoles son tan sensibles y activos en las causas sociales y políticas de nuestro país es seguramente por su pasado en la guerra civil, del lado de la República.
Quisiera rendir homenaje a una mujer que llevaba el nombre de Encarnita Fuyola. Vivía muy pobremente en la calle de López, arriba de la tienda de platos, cazuelas, vajillas, sartenes, vasos y jarrones llamada El Ánfora. Era vieja y gorda. Nunca la vi sin su delantal, y cada vez que la visité la encontré en su silla de ruedas. Tuvo un hijo con un mexicano; no la cuidaban ni el padre ni el hijo. Me contó que había sido enfermera del Hospital Obrero, que dirigía el doctor Juan Planelles durante la guerra, y que trabajó junto a Tina Modotti. Yo no era importante, ni siquiera enfermera, era una afanadora, sacaba las bacinicas.
Escucharla fue un bálsamo y una lección de vida, y una tarde, después de una copita de jerez que compré en una tienda de abarrotes y bebimos contentas, me confesó que ella era la guerrillera que había ayudado a volar un puente y aparecía en el libro de Hemingway de Por quién doblan las campanas. A su entierro no acudió nadie, ni siquiera su hijo.
Imposible olvidar a Luis Buñuel, con quien visité tres veces la cárcel de Lecumberri para ver al poeta Álvaro Mutis. Ni a Luis Alcoriza, también director de cine que todos los domingos compartía con su mujer Janet (Raquel Rojas) y con Jeanne Buñuel los famosos martinis. Guardaba su botella de gin en un refrigerador que sólo él tenía derecho a abrir.
Más tarde, ya siendo yo parte del suplemento México en la cultura, en el tercer piso de Novedades, Fernando Benítez –gran actor de sus emociones– recibía con una aparatosa reverencia a Sol Arguedas y a Elvira Gascón:Doña Sol y doña Elvira, todo el Siglo de Oro me visita. Cuando salimos de Novedades recuerdo que me impresionó mucho la entereza de Ramón Ramírez, quien hizo un gran libro sobre el 68.
Todos los años, el día de Reyes, el 6 de enero, Raoul y Carito Fournier ofrecían una rosca de Reyes en su casa de San Jerónimo y allí pude conocer a Nicolau d’Olwer, quien declaró que Sahagún, en su Historia general de las cosas de la Nueva España, fue el primero en darnos una posible clave para la comprensión total, íntima, del mundo, la cultura y la religión aztecas.
Más tarde, las escritoras habríamos de apasionarnos por Joaquín Díez-Canedo, su pipa y sus ediciones maravillosas, su paciencia a toda prueba para editar la monumental Terra Nostra, de Carlos Fuentes (Monsiváis decía que era necesario obtener una beca Guggenheim para poder leerla) y Palinuro de México, de Fernando del Paso. La China Mendoza gritaba a todo pulmón desde la calle, en la puerta de la editorial Joaquín Mortiz: Joaquín, te amo; Joaquín, voy a matarme, si no me correspondes y, Joaquín, acostumbrado a las cumbres borrascosas de sus autores, ni siquiera sacaba su pipa de su boca.
De todos, la amistad más profunda que hice fue con el retraído y expectante Vicente Rojo, de mi misma edad, con quien comparto algo intangible que ambos llevamos dentro y tiene que ver con el silencio.
Así como la película Subida al cielo, el gran exilio español en México nos subió a nosotros al cielo, al de la inteligencia, al de la nobleza y, en cierto modo, al del heroísmo, porque nos enseñó que hay causas por las cuales vale la pena jugarnos la vida. Todos nos lanzamos de cabeza dentro del corazón republicano, porque era noble, cálido, generoso y hasta tenía sentido del humor.