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24-M: Recortes al PP

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Afirman algunos historiadores y politólogos que el comportamiento político de los españoles en su Historia Contemporánea está sometido a bandazos periódicos e inesperados, que sorprenden a propios y extraños. Así fue, por ejemplo, a lo largo de todo el siglo XIX, un siglo tenso e inestable que vio suceder períodos liberales y absolutistas durante su primer tercio, y períodos conservadores y progresistas durante los dos tercios siguientes, una vez asentado el régimen constitucional-liberal, que no democrático pues no votaba más del 15% de la población. Otro tanto sucede durante el primer tercio del siglo XX, cuando una noche España se acuesta monárquica y a la mañana siguiente se despierta republicana, sucediéndose también durante dicho régimen político el gobierno alternativo de las izquierdas, primero, las derechas después, y nuevamente las izquierdas. Desde la recuperación de la democracia en 1977 los españoles practicamos ya con normalidad la sana costumbre de votar por la alternancia política, que parece ser la seña de identidad de todo régimen democrático debidamente asentado y consolidado.

Sin embargo, las alternancias políticas siempre se deben a un número determinado de votantes, que en nuestro país oscila entre dos y tres millones, según diversos análisis postelectorales. Dichos estudios suelen coincidir en que ese grueso de electores está formado, fundamentalmente, por jóvenes votantes que alcanzan su mayoría de edad en cada convocatoria electoral, y también por votantes ya veteranos, situados bien en la moderación bien en la volatilidad, sea por convicción, indiferencia o falta de pasión ideológica. Parece ser que la alternancia política brusca se da, sobre todo, cuando el grupo de votantes formado por jóvenes, por moderados y por volátiles ejercen con indignación su derecho al voto, fruto de una acción de gobierno decepcionante, y además lo ejercen en una misma dirección.

Algo de razón deben tener estas teorías cuando, en los últimos once años, hemos asistido a tres batacazos electorales, que han dejado a los partidos de Gobierno noqueados y desorientados durante un tiempo. Le pasó al PP en 2004 cuando, después de dos legislaturas de gobierno, perdió la mayoría absoluta de la que disfrutaba y, además, pasó a la oposición, sentando un precedente histórico desde la recuperación de la democracia en 1977. Le pasó al PSOE en 2011, cuando perdió de forma estrepitosa las elecciones municipales, autonómicas y generales, traspasando al PP la mayor cuota de poder político a un solo partido, sentando también un precedente histórico desde 1977. Y le ha vuelto a pasar al PP el pasado 24 de mayo cuando, a pesar de ganar las elecciones municipales y autonómicas, la previsible pérdida de poder territorial que va a experimentar le va a devolver a cuotas de poder similares a las que tuvo en 1991, es decir, ¡hace veinticuatro años! La expresión que mejor resume el cataclismo es la de Rita Barberá: “¡qué hostia… qué hostia!”.

Aunque a un partido se le castigó la soberbia y a otro la rendición, básicamente creo que en 2004 se castigó la mentira, en 2011 la ineficacia, y ahora en 2015, los recortes y la corrupción, no siendo ajenos los unos de la otra. Ese cuerpo de votantes formado por jóvenes, por moderados y por volátiles que mayoritariamente, según algunos politólogos, dan y quitan los gobiernos, ha dicho ahora alto y claro que no quiere más recortes ni más corrupción, y para eso ha abierto las instituciones políticas a nuevos partidos en los que ha depositado la confianza para, creo yo, dos cosas fundamentales: una, controlar a los grandes y veteranos partidos tradicionales para que no sigan cayendo en la corrupción, y otra, para implementar políticas de progreso y rescate ciudadano, allí donde las instituciones son más cercanas (ayuntamientos, diputaciones provinciales y comunidades autónomas).

Se abre ahora una nueva etapa política en la que, obligadamente, se debe recuperar la cultura democrática del diálogo y el pacto político, esa cultura de la transición que no hace mucho reclamaban algunos dirigentes de los dos grandes partidos pero que negaban a los nuevos partidos emergentes, a los que trataban despectivamente como partidos demoscópicos. Ahora son ya partidos institucionales, y la utilidad de la democracia los ha convertido no solo en imprescindibles sino también en necesarios. Claro está que dichos partidos emergentes tendrán que hilar muy fino los pactos para no salir perjudicados, pues hasta ahora la experiencia nos dice que en los gobiernos de coalición, pactos de legislatura o acuerdos de investidura, el partido que visibiliza la acción de gobierno suele ser el más beneficiado.

Con respecto al criterio para la elección de alcaldías, presidencias autonómicas o de diputaciones provinciales, creo que en las opciones de progreso debe respetarse siempre la lista más votada. Por ejemplo, lo más democrático sería que la alcaldía de Valencia recayera en Compromís, así como la presidencia de la Comunidad Valenciana en el PSOE. Igualmente, en Madrid, la alcaldesa de la capital debería ser Manuela Carmena, de Ahora Madrid, y el presidente de la Comunidad, Ángel Gabilondo, siempre que Ciudadanos se sumara a un proyecto político de cambio y progreso. O, abundando en los ejemplos, la presidencia de Aragón debería ser para el candidato del PSOE, así como la alcaldía de Zaragoza para el candidato de Zaragoza en Común. Los candidatos de terceras y cuartas listas de progreso que se postulen para alcaldes o presidentes autonómicos deben meditar si no están dando un mal ejemplo de ambición de poder o de deseo de pertenencia a la famosa “casta”.

Otra de las exultantes conclusiones de estas elecciones municipales y autonómicas creo que es la percepción de Podemos como un partido de izquierda alternativa pero no radical, alejado de los extremos adonde lo han querido situar los voceros de la derecha extrema y los medios neoliberales. Quizá su campaña de descrédito haya contribuido mejor que ninguna otra a la consolidación del partido en el escenario de la política decisiva. Paradójicamente, parece que los electores sitúan ahora a IU más a la izquierda de Podemos, recogiendo este partido aquel voto entre PSOE e IU que quería recoger Equo en su manifiesto fundacional.

Los españoles, por fin, nos hemos sacudido la desafección y la tristeza a las que nos habían conducido los gobiernos absolutistas del PP y hemos devuelto la política a la centralidad de nuestras vidas, demostrando que el voto es el instrumento más útil para cambiar gobiernos y la política, la herramienta necesaria para intentar solucionar los problemas de la mayoría social. Los españoles hemos vuelto a demostrar que, cuando queremos, podemos, y los que nos gobiernan mal, ¡que se jodan!, como dijo a los desempleados la diputada del PP, Andrea Fabra, cuando Rajoy anunció los recortes a su prestación económica. Ahora son muchos de ellos los que le recortan el poder al PP.

FRANCÍ XAVIER MUÑOZ
Diplomado en Humanidades y en Gestión Empresarial


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