Cuando la muerte quiera/ una verdad quitar de entre mis manos, /las hallará vacías, como en la adolescencia, / ardientes de deseo, tendidas hacia el aire" (Luis Cernuda. Donde habita el olvido)
El 5 de noviembre de 1963 en México, en la casa de la poetisa Concha Méndez, Luis Cernuda se muere a la puerta del cuarto de baño hacia las 6 de la mañana. En una mano tenía la caja de cerillas; en la otra, la pipa. Acaban, pues, de cumplirse 50 años de la muerte de uno de los grandes poetas de la llamada generación del 27.
Una vida, la de Luis Cernuda, marcada por el exilio y la soledad. Uno de los grandes representantes de aquella España peregrina y exiliada. Una de las mejores voces poéticas del siglo XX. Y, aunque nadie lo haya querido recordar, hablamos también de un crítico marcado por la agudeza, que supo ver que Unamuno fue, ante todo, un poeta, y que tuvo el mérito admirable de haber sabido captar lo más esencial de los grandes poetas de su tiempo.
Luis Cernuda, en cuyo aniversario de su muerte, es objeto de grandes alabanzas, no tuvo sitio en su país durante la mayor parte de su vida.
Buenos Aires, 1957, la editorial Losada publica para los lectores de habla hispana un conjunto de 6 novelas cortas de Albert Camus, autor del que estamos celebrando el centenario de su nacimiento, bajo un título pintiparado para las efemérides que nos ocupan, El exilio y el reino. Detrás de la colección y de la editorial, estaba un español insigne, un crítico apasionado de nuestra literatura, cuyo conocimiento del exilio español era, sensu estricto, dramático. Hablo de Guillermo de Torre, el crítico y poeta que con tanto amor y pasión incurrió en las literaturas de vanguardia. Y que hizo suyo aquello tan orteguiano de la luz como imperativo.
Ya que de efemérides tratamos, se cumplen 75 años del nacimiento de esa editorial, referencia inexcusable de la mejor literatura del siglo XX escrita en castellano.
Si Cernuda representa la vida errante de un poeta exiliado, la obra de Camus significa el desarraigo del hombre contemporáneo, que se sabe fuera de lugar y del tiempo, que alcanza la mayor desazón y la angustia más acuciante.
A esto hay que añadir otro factor nada baladí: los primeros que quisieron desarraigar a Camus del mundo intelectual al que pertenecía fueron sus compañeros de oficio, empezando por Sartre que habló despectivamente del autor que nos ocupa como alguien cuya filosofía era propia de la Cruz Roja, sin rigor, hasta con ñoñez. No es éste el momento de abordar la larga historia de desencuentros entre estos dos gigantes del existencialismo, tan sólo procede recordar que se trata de alguien al que intentaron postergar desde el mundo intelectual al que pertenecía por su talento.
La pipa de Cernuda, el cigarrillo, casi consumido, en los labios de Camus.
Ambos dejaron el mundo, al machadiano modo, ligeros de equipaje. El siglo XX los maltrató a ambos. Y, como nexo de unión material, no olvidemos que, en el coche en el que Camus hizo su último trayecto, viajaba un ejemplar El Hombre y lo divino, de María Zambrano, que se había editado en 1953, pero que el gran literato existencialista pretendía que Gallimard lo incorporase a su prestigioso catálogo.
Tengo para mí que en aquel libro de María Zambrano Camus vio uno de los grandes legados de aquella República española a la que quiso y ensalzó tanto, en vida y obra.
Luis Arias Argüelles-Meres