«No supimos valorar lo que habíamos hecho. Por eso permanecimos en silencio, incluso tras la muerte de Franco». Quien así habla es una de las mujeres que más ha luchado y más ha sufrido por defender la libertad en España y en el resto de Europa. A punto de cumplir el siglo de vida, Neus Català me sonríe desde su silla de ruedas. Sus cuidadoras acaban de sacarla de la triste habitación en la que una docena de ancianos dormitaba frente al televisor, para traerla a la luminosa sala de visitas de la residencia geriátrica en la que pasa los últimos años de su larga y tormentosa existencia. «No nos hemos hecho valer como los hombres. La gente no sabe que también hubo españolas en los campos de concentración de Hitler», añade con voz firme.
No hay amargura en sus palabras, simplemente una prolongada resignación. Siete décadas después de recuperar la soñada libertad, Neus es consciente de que ella y sus compañeras son las olvidadas entre los olvidados. Si España enterró la historia de los más de 9.000 compatriotas que pasaron por los campos de la muerte del III Reich, aún más ignorada fue la historia que escribieron las mujeres. Mejor tarde que nunca y, por ello, el Gobierno catalán le acaba de conceder la medalla de oro de la Generalitat. Madrid, sin embargo, sigue mirando para otro lado.
Ignoradas por Franco, despreciadas por nuestra democracia
«Me ha sorprendido tanto saber que hubo mujeres combatiendo en la Guerra de España y, después, en la Resistencia… Yo pensaba que en esa época, en España las mujeres estaban encerradas en casa esperando a sus maridos. No sabía que hubiera tanta igualdad durante la República». Isa es sevillana, tiene 25 años y estudia dirección y administración de empresas.
Al igual que la inmensa mayoría de jóvenes y no tan jóvenes españoles, ha sido víctima de unos planes educativos que mantienen secuestrada la historia más reciente de nuestro país. Yo mismo soy de una generación que en el colegio, instituto y universidad veía cómo el curso terminaba siempre “casualmente” antes de que diera tiempo a explicar lo ocurrido en la España del siglo XX. ¿Te suena el cuento? Seguro que sí.
Los historiadores franquistas escribieron durante cuarenta años un relato manipulado y profundamente falso que no fue corregido con la llegada de la democracia. La vieja cantinela de “no remover el pasado” fue ni más ni menos que eso, dejar las cosas como estaban, es decir como los franquistas querían que estuvieran. Y hoy pagamos el precio de ese error: somos el único país democrático con calles y plazas dedicadas a fascistas y genocidas; el único en que se equipara a víctimas y a verdugos; el único en el que nuestro Gobierno homenajea a quienes combatieron codo con codo con las tropas nazis y desprecia a los que lucharon por la libertad en Europa.
Solo después de explicar este contexto es comprensible que Neus y las más de 300 españolas que sufrieron y murieron en los campos de concentración de Hitler no sean reconocidas como lo que son: heroínas que deberían ser puestas como modelo y ejemplo para las nuevas generaciones. Unas nuevas generaciones a las que se les ha hurtado, sencillamente, la verdad. Porque decir que Franco fue un dictador sanguinario no es una opinión política, es una realidad histórica. Porque decir que durante la II República se alcanzaron las mayores cotas de libertad y de derechos sociales de la historia, no es un juicio de valor, es un hecho contrastado. Como lo es recordar que aquella efímera democracia dotó a las mujeres de una igualdad, derecho al voto incluido, que fue la envidia de los movimientos feministas europeos. Como verdad, y no opinión, es decir que Franco acabó con todos estos avances a golpe de paseíllo, torturas y una represión que coordinó con un aliado y mentor llamado Adolf Hitler.
Libres, luchadoras y resistentes
Neus y el resto de las futuras deportadas crecieron en ese ambiente de libertad e igualdad que surgió durante la II República. La mayor parte de ellas se implicaron a fondo en la política que lo impregnaba todo en aquellos intensos y turbulentos años. Tras la sublevación de una parte del Ejército, las republicanas tomaron las armas con la misma convicción que sus compañeros.
Sabían lo que se jugaban frente a un enemigo que gritaba “Viva la muerte” y a generales como Queipo de Llano que felicitaba a sus “valientes legionarios” por violar a las mujeres: «ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas», decía ese siniestro militar que hoy, sin embargo, sigue enterrado en un lugar de honor en la basílica sevillana de La Macarena.
En la retaguardia o en los frentes de batalla trataron de frenar el avance franquista, hasta que la amarga derrota las empujó a cruzar los Pirineos. La democracia francesa recibió al medio millón de españoles como a perros y a las españolas como a putas. Porque eso era, ni más ni menos, lo que representabanlas mujeres republicanas para los sectores más conservadores de la sociedad francesa. «Los periódicos de la zona, como El Patriota de los Pirineos, les tachaban de maleantes, de delincuentes que iban a contaminar a la gente. Se decía que las españolas eran unas prostitutas porque abortaban o porque fumaban», recuerda el hispanista francés Jean Ortiz.
Dolors Casadella fue confinada en las playas de St. Cyprien: «Tuvimos que dormir directamente encima de la arena. Sentada en el suelo, pasé la noche con mi niña encima de las rodillas. Rápidamente empezaron a morir los niños españoles. Mi hija vivió 15 días». Como el bebé de Dolors, perecieron más de 14.000 hombres, mujeres y niños víctimas del frío, el hambre y las enfermedades.
Pese al maltrato recibido, el inicio de la II Guerra Mundial y la fulminante ocupación alemana hizo que centenares de españolas se unieran inmediatamente a la Resistencia contra el invasor nazi. Mujeres que desempeñaron todo tipo de misiones, como narraba Neus en su libro De la Resistencia y la Deportación: «En general, las mujeres fuimos utilizadas como enlaces dentro de la densa red de información, en los pasos por las montañas y fronteras, en la solidaridad en las cárceles (…). Los controles de la policía francesa y de las patrullas alemanas los asumíamos primero nosotras. Pero estuvo además el transporte de armas y propaganda. Las mujeres también empuñaron las armas en batallas célebres como La Madeleine».
Si algo sorprende de estas luchadoras, es la poca importancia que dan a lo que hicieron; quizás porque nadie les reconoció su heroico papel. Nunca olvidaré cuando Pepita Molina me contó su historia en su pequeño piso de las afueras de París; era la primera vez que alguien se interesaba por su vida: «El marido de mi hermana Lina se llamaba Luis González. Él estaba muy metido en la guerrilla y nosotros ayudábamos en todo lo que podíamos. Un día a Luis le esperaba la Gestapo en la puerta de casa. Oímos los disparos y cuando salimos ya estaba muerto. En el forro de su gabardina encontraron panfletos con propaganda antinazi. Recuerdo que mi hermana Lina nos dijo: “Aquí no conocemos a nadie”. Poco después registraron la casa y nos llevaron detenidas a las tres. Nos interrogaron por separado pero ninguna contamos nada y, al final, nos dejaron marchar. Yo ni siquiera pude ir al entierro de Luis porque los alemanes temían que se convirtiera en un acto de protesta contra la ocupación. Solo dejaron que asistieran dos personas y, claro, fueron mi hermana y mi madre. Pocos días más tarde, miembros de la Resistencia nos avisaron de que los nazis iban a volver a por nosotras y que debíamos marcharnos cuanto antes. Cogimos unas cuantas cosas y conseguimos escapar con la ayuda de varios compañeros resistentes».
Torturadas y deportadas
Lina tuvo suerte. Entre 300 y 500 españolas, sin embargo, fueron detenidas, torturadas y enviadas a los campos de concentración. A Neus la detuvieron en noviembre de 1943 junto a su marido: «Fue terrible. No recibí ni un solo golpe, pero tuve que controlar mis nervios durante más de media hora, con una pistola en cada sien y una ametralladora en la espalda. Me decían: “Habla, no seas tonta; si tu marido lo ha dicho todo y te lo carga todo a ti… Te engaña con otras mujeres”».
La práctica totalidad de estas españolas fueron deportadas, en vagones de ganado, a Ravensbrück, el puente de los cuervos. Su condición de mujeres fue un agravante más al sádico tratamiento que, de por sí, recibían los prisioneros. A su llegada les era inyectado un producto químico para que se les retirara la menstruación. En el caso de Neus, no volvió a tener la regla hasta 1951. Aún peor lo pasó Alfonsina Bueno que arrastró secuelas durante toda su vida: «Me llevaron a la enfermería junto a otras cuatro deportadas. Una enfermera rusa fue obligada a inyectarnos en la vagina o, mejor dicho, en el cuello del útero, un líquido que ni ella seguramente sabía lo que era. Lo que yo sí sé es que al salir de la maldita enfermería, entre mis piernas caían unas gotas amarillas que al mismo tiempo iban quemando la piel».
Las mujeres fueron especialmente utilizadas como conejillos de indias por los médicos SS. Les amputaban brazos y piernas para después tratar de reimplantárselos; les provocaban heridas que infectaban con bacterias con el objetivo de probar nuevos medicamentos; les cortaban músculos y les rompían huesos para estudiar los procesos de regeneración y practicar técnicas de trasplantes.
Otra de las amenazas que pendía siempre sobre ellas era la de pasar a formar parte del ejército de prostitutas que abastecía los burdeles que el III Reich abrió para “satisfacer las necesidades de sus tropas”. Dolors Casadella, que había perdido a su hija pequeña en los campos franceses, tenía claro que nunca acabaría sirviendo en uno de esos tugurios: «Una mañana, al despertar la jefa de la barraca gritó: “Las que quieran ir a una casa de prostitución que pasen por mi despacho”. Todas gritamos: “Hum”. “Os prevengo que si no hay voluntarias, os cogeremos por la fuerza”. Esto fue terrible, sobre todo las más jóvenes decidimos matarnos si nos hacían esto».
Dolors no tuvo que suicidarse pero vio como otras compañeras sí lo hicieron tras contemplar horrorizadas la forma en que eran asesinados sus hijos. Así lo recuerda Neus: «A las madres que daban a luz en aquella época les ahogaban el bebé en un cubo de agua (…). Cuando el horno crematorio no daba más de sí, se abría una zanja, se llenaba de gasolina y se les prendía fuego. Así desapareció un gran número de niños judíos o gitanos. Las SS les hacían bajar a las zanjas, con un bombón en la mano, bajo el cínico pretexto de protegerles de un bombardeo. Alguna vez lo hacían tan cerca del campo que sus madres oían sus alaridos y se volvían locas de dolor».
Solidaridad y resistencia
Al igual que los hombres, las deportadas destacan la solidaridad como uno de los principales factores que les ayudó a salir con vida de los campos. Simone Vilalta me muestra su tesoro; el regalo que le hicieron sus compañeras durante su estancia en Ravensbrück: «Cuando cumplí 21 años me entregaron este librito que habían hecho a mano y en el que habían escrito una breve historia. Me acuerdo mucho de la solidaridad que tuvimos entre nosotras. Hubo una mujer mayor que yo que me hizo de madre. Esos son los únicos buenos recuerdos que tengo del campo».
Esa solidaridad abarcó desde compartir la poca comida que recibían hasta proteger a las compañeras que se encontraban más débiles. Pero también les llevó a montar una organización clandestina para recabar información y organizar acciones de sabotaje.
Muchas de las prisioneras trabajaban en fábricas de armamento que nutrían a la Wehrmacht. Cualquier pequeña acción encaminada a retrasar o paralizar la producción era considerada un éxito por las españolas del pijama a rayas. Neus se especializó en inutilizar los proyectiles que fabricaba en el subcampo de Holleischen: «Saboteábamos las balas que teníamos que fabricar. Unas compañeras se dedicaban a cazar moscas y después las poníamos en la zona que albergaba el detonador. Cuando no teníamos moscas, escupíamos. Estoy segura de que muchas de las cajas de balas que salían de allí nunca pudieron utilizarse. Cuando regresábamos a la barraca nos preguntábamos entre nosotras: ¿Cuántas moscas has matado hoy? “Veinte, treinta, cincuenta”. Cada mosca era una bala que no serviría para acabar con la vida de algún compañero. Estas pequeñas cosas representaban para nosotras una gran victoria. Era peligroso y si te cogían no lo contabas, pero seguimos haciéndolo hasta el final».
Y ese final llegó en 1945 cuando las tropas soviéticas y aliadas fueron liberando, uno a uno, los campos de concentración. Llegó la libertad para las españolas pero no la felicidad. Sin patria a la que regresar, la mayoría se instaló en Francia donde tuvieron que afrontar unas penurias económicas que se veían agravadas por el desarraigo social y por las terribles secuelas físicas y psíquicas que arrastraban de su deportación. Algunas no lo resistieron y llegaron a suicidarse. Otras, como Neus, trataron de rehacer sus vidas sin dejar de mirar a la España que languidecía baja la dictadura franquista.
Sus compañeros sintieron la más amarga de las traiciones tras la muerte de Franco. Ellos pensaban que había llegado, por fin, su momento. Creían que serían reconocidos como el resto de deportados lo habían sido por sus naciones 30 años atrás. Las luchadoras como Neus ni siquiera se lo plantearon. Como ella misma decía al comienzo de este artículo: «No supimos valorar lo que habíamos hecho». Cuarenta años después es el Estado español el que sigue sin querer valorarlas, sin querer reconocerlas. No es ignorancia, no es casualidad, no es dejación… Es una actitud premeditada de olvido. Olvido para tratar de enterrar la verdad y seguir equiparando a víctimas y a verdugos.
(Este artículo se ha elaborado con extractos y testimonios recogidos en el libro Los últimos españoles de Mauthausen de Ediciones B)
Más información web recomendada: www.deportados.es
Carlos Hernández
Fuente: www.eldiario.es