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Discurso de Manuel Azaña sobre el Estatuto de Cataluña (1932)

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Discurso de Manuel Azaña sobre el Estatuto de Cataluña



Sesión de las Cortes del 27 de mayo de 1932 


Señores diputados:

No necesita justificarse, ni menos disculpa, la intervención del presidente del Consejo de Ministros al remate de la discusión sobre la totalidad del proyecto de Estatuto de Cataluña, para trazar las líneas generales y determinar la política del Gobierno en este problema, y fijar, al mismo tiempo, la posición del Gobierno en la contienda parlamentaria.

No dejaré de congratularme del giro que ha llevado la discusión y de los términos en que la han sostenido sus mantenedores, destruyendo con esto el miedo, no sé si a la esperanza, de quienes presagiaban en las Cortes un espectáculo incivil, como si las Cortes no hubiesen ya probado cien veces que están sobradamente a la altura de su función. El tono, la sustancia misma del debate prueban que la discusión del problema ha venido a las Cortes en el momento oportuno: acerca de esto, y con el propósito de combatir al Gobierno, que es, como sabéis, un deporte socorrido, se han dicho cosas contradictorias y que, por serlo, mutuamente se destruyen. Se ha dicho, de una parte, que el Gobierno quería soslayar el asunto, darle largas, ganar tiempo para sumergirnos en no sé qué innominadas ociosidades veraniegas, más allá de las cuales estaría políticamente lo imprevisto, lo desconocido; y se ha dicho, contrariamente, que traer ya este problema a discusión era una imprudencia, una ligereza peligrosa. Ya se está viendo que no es así.

Todos los problemas políticos, señores diputados, tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos; después, pasado ese punto, se corrompen, se pudren. La reflexión, la discusión, el lapso de cierto tiempo, maduran en cada cual el sentimiento de su propia responsabilidad y traen las cuestiones al grado de sazón en que se encuentra esta que está ante nuestra deliberación.

Así, pues, el primer efecto del debate que conviene señalar, porque tiene cierto interés político, ha sido restablecer la calma, y en algunos ha venido después la sorpresa de esta calma; en algunos, es decir, en todos aquellos que se han pasado unas cuantas semanas combatiendo a los fantasmas de su propia aprensión.

No se puede negar, señores diputados, que en los albores de esta discusión, en las semanas que precedieron a este debate se ha producido en España una agitación, una propaganda, una protesta, una alarma; yo creo que esta alarma, esta protesta y esta propaganda son mucho más extensas que profundas; pero a nadie le puede parecer mal, ni al Gobierno, que estas demostraciones de carácter político se produzcan: eso es salud, y todas las ocasiones son buenas para que España medite y recapacite sobre sus graves problemas internos, y esta ocasión es buena como ninguna. Pero yo creo, como opinaba el otro día el Sr. Lerroux, que el 90 % de los que protestan contra el Estatuto no lo han leído, y suscribo y subrayo la segunda parte de la opinión del Sr. Lerroux en este particular; es a saber: que si lo hubieran leído, tal vez no protestarían.

Es preciso reconocer, señores diputados, que en esta campaña, en esta propaganda, en esta agitación y protesta contra el Estatuto, intervienen, como es normal, impulsos, factores que no todos merecen igual consideración. Hay, por de pronto, el espanto de la novedad: cuando surge ante nosotros un problema ingente, grave, difícil, que requiere un esfuerzo de entendimiento, por ser esfuerzo penoso, y además reclama una decisión de la voluntad, el primer impulso de todo el mundo es esquivarlo. Hay un instinto contra la novedad, y el que más y el que menos –no hablo de nosotros, sino de la opinión general–, el que más y el que menos preferiría que no le planteasen aquella dificultad, seguir la ruina anterior. Y se introduce, además, en esto una pasión, un sentimiento, que yo reverencio y pongo sobre mi cabeza, y del cual participo, pero que puede estar equivocado en sus conclusiones: una gran parte de la protesta contra del Estatuto de Cataluña se ha hecho en nombre del patriotismo, y esto, señores diputados, no puede pasar sin una ligera rectificación.

El patriotismo no es un código de doctrina; el patriotismo es una disposición del ánimo que nos impulsa, como quien cumple un deber, a sacrificarnos en aras del bien común; pero ningún problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo. Delante de un problema político, grave o no grave, pueden ofrecerse dos o más soluciones, y el patriotismo podrá impulsar, y acuciar, y poner en tensión nuestra capacidad para saber cuál es la solución más acertada; pero una lo será; las demás, no; y aun puede ocurrir que todas sean erróneas. Quiere esto decir, señores diputados, que nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada.

Ha habido también en esta cuestión un poco de malevolencia política, un poco de malquerencia política; un poco, no mucho: la que basta para que en esta polémica no nos falte la sal del encono. Esto también es normal, porque al acercarse el problema del Estatuto a su situación parlamentaria no habrá faltado quien piense que podría ser una dificultad seria, no para la República –que es más fuerte que todos sus problemas, y sale resueltamente a su encuentro, y los afronta cara a cara–, pero sí para el Gobierno, y quién sabe –¡ilusión dorada!– si para las Cortes mismas. Quizá se ha pensado que el Gobierno iba a encontrarse en un desfiladero donde podría ser destruido con facilidad o que las Cortes entrarían en tal confusión inextricable que saltarían hechas pedazos. Yo he observado con un silencio escéptico estas previsiones funestas. Si ahora resulta, señores diputados, que no hay desfiladero y que las Cortes no saltan en añicos, ¡qué le vamos a hacer!; otra vez será. (Risas.)

De esta suerte, señores diputados, el debate parlamentario, como ocurre siempre, en virtud de la disciplina parlamentaria, ha dado un cauce estricto al problema, cauce delimitado por la razón y los argumentos de la posición política de cada cual, o los que le dicta su posición de partido, y por el sentimiento de la responsabilidad que a todos nos es común. La pasión alharacante y vocinglera, la pasión destructora, no tiene aquí lugar, porque no es capaz de articular una razón sola que merezca la pena de ser tomada en serio. De esta suerte, señores diputados, se ha inaugurado en las Cortes Constituyentes de la República el debate sobre el problema de los estatutos.

Y por primera vez en el Parlamento español se plantea en toda su amplitud, en toda su profundidad, el problema de los particularismos locales de España, el problema de las aspiraciones autonomistas regionales españolas, no por incidencia de un debate político, no por choque de un partido con otro partido, no por consecuencia o reparación de un cambio ministerial, como solía suceder, según me han contado, en otros tiempos, sino delante de un proyecto legislativo, delante de un texto parlamentario, que aspira, ni más ni menos, que a resolver el problema político que está ante nosotros. Aspira a resolverlo, señores diputados. Y ¿por qué no? El señor Ortega y Gasset, en su discurso de la otra tarde, dijo algunas palabras que yo voy a recoger, no porque las palabras del señor Ortega necesiten aclaración, que bien claras están, y si la necesitasen no sería yo el llamado a dársela, sino para aclarar, precisamente, los supuestos contra los que las palabras del señor Ortega iban dirigidas, y aunque yo no tengo ningún motivo para suponer que el señor Ortega y Gasset al proferirlas estuviese contemplando actos o palabras de este Gobierno, de todos modos, poner las cosas en su punto es un buen camino para acortar las diferencias y que podamos llegar a entendernos.

El señor Ortega y Gasset decía, examinando el problema catalán en su fondo histórico y moral, que es un problema insoluble y que España sólo puede aspirar a conllevarlo; se entiende, naturalmente, que yo he comprendido el vocablo “conllevar” en la misma acepción que le daba ayer en su magnífico discurso el señor Ossorio y que creo coincide con la intención con que lo empleó el señor Ortega. ¿Insoluble? Según; si establecemos bien los límites de nuestro afán, si precisamos bien los puntos de vista que tomamos para calificar el problema, es posible que no estemos tan distantes como parece. El señor Ortega y Gasset hizo una revisión, un resumen, de la historia política de Cataluña para deducir que Cataluña es un pueblo frustrado en su principal destino, de donde resulta la impaciencia en que se ha encontrado respecto de toda soberanía, de la cual ha solido depender su discordia, su descontento, su inquietud, vendría a ser, sin duda, el pueblo catalán un personaje peregrinando por las rutas de la historia en busca de un Canaán que él solo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar.

Yo no discuto la exactitud de esta descripción o percepción del señor Ortega; no la discuto, pero sí me será permitido decir que la encuentro un poco excesiva y, si no se toma a mal la palabra, un poco exagerada. No tiene nada de particular, señores diputados; los hombres de talento exageran aunque no se lo propongan, porque al cargar la fuerza del discurso o el poder expresivo de los vocablos sobre un rasgo, sobre un relieve, sobre una facción, el rasgo, el relieve y la facción se adelantan, crecen, son más prominentes, y el conjunto de la fisonomía queda un poco en segundo término. Por otra parte, si tomamos un punto de observación elevado, es una cosa manifiesta que los volúmenes y las magnitudes, sin perder su proporción, se achican sensiblemente, y al descubrirnos un mayor horizonte histórico se nos revela, si ya no lo sospechásemos, que en la continuidad histórica nada se resuelve y nada se remedia, que el conflicto de hoy es la solución de mañana, y que nadie sabe, cuando siembra, si va a recoger los frutos de su sementera ni si los frutos mismos van a ser frutos de bendición o frutos de muerte.

De todas maneras, a mí se e representa una fisonomía moral del pueblo catalán un poco diferente de este concepto trágico de su destino, porque este acérrimo apego que tienen los catalanes a lo que fueron y siguen siendo, esta propensión a lo sentimental, que en vano tratan de enmascarar debajo de una rudeza y aspereza exteriores, ese amor a su tierra natal en la forma concreta que la naturaleza les ha dado, esa ahincada persecución del bienestar y de los frutos del trabajo fecundo, que es, además, felizmente compatible con toda la capacidad del espíritu en su ocupación más noble y elevada, me dan a mí una fisonomía catalana pletórica de vida, de satisfacción de sí misma, de deseos de porvenir, de un concepto sensual de la existencia poco compatible con el concepto de destino trágico que se entrevé en la concepción fundamental del señor Ortega y Gasset. Pero, en fin, yo en esto no voy a entrar. Lo que sí digo es que el problema que vamos a discutir aquí, y que pretendemos resolver, no es ese drama histórico, profundo, perenne, a que se refería el señor Ortega y Gasset al describirnos los destinos trágicos de Cataluña; no es eso. Y aun aceptando la descripción exacta y elegante del señor Ortega, es una cosa manifiesta que esa discordia, es impaciencia, esa inquietud interior del alma catalana, no siempre se han manifestado en la historia o no se han manifestado siempre de la misma manera. Yo no sé bien, señores diputados, lo confieso –de seguro lo sabe alguien, pero yo no lo sé–, como se las habrían con el procónsul romano de vuestra Tarraconense los habitantes del territorio de la actual Cataluña; quizá lo sepa alguien, pero yo lo ignoro. Sí sabemos todos las particularidades de la fisonomía política y moral de Cataluña desde que empezó a destacarse con una vida propia en la historia general de la Península Y se observa que hay grandes silencios en la historia de Cataluña, grandes silencios; unas veces porque está contenta, y otras porque es débil e impotente; pero en otras ocasiones este silencio se rompe y la inquietud, la discordia, la impaciencia se robustecen, crecen, se organizan, se articulan, invaden todos los canales de la vida pública de Cataluña, embarazan la marcha del Estado de que forma parte, son un conflicto en la actividad funcional del Estado a que pertenece, en su estructura orgánica, y entonces ese problema moral, profundo, histórico, de que hablaba el señor Ortega y Gasset, adquiere la forma, el tamaño, el volumen y la línea de un problema político, y entonces es cuando este problema entra en los medios y en la capacidad y en el deber de un legislador o de un gobernante; antes, no.

A nosotros, señores diputados, nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde. Es probable que el primer Borbón de España creyese haber resuelto para siempre la divergencia peninsular del lado de allá del Ebro, con las medidas políticas que tomó. Sigue un largo silencio político en Cataluña; pero en el siglo XIX vientos universales han depositado sobre el territorio propicio de Cataluña gérmenes que han arraigado y fructificado, y lo que empezó revestido de goticismo y romanticismo no se ha contentado con ser un movimiento literario y erudito, sino que ha impelido, robustecido y justificado un movimiento particularista, nacionalista como el vuestro, que es lo que constituye hoy el problema político específico catalán. Cuando este particularismo, cuando este sentimiento particularista, alzaprimado por todos los elementos históricos y políticos de que acabo de hacer breve mención se precipita en la vida del Estado español como un estrobo funcional, como una deformidad orgánica, cuando esto invade los sectores de la opinión catalana y no catalana, cuando esto determina la vida de los partidos políticos, sus relaciones, sus encuentros, sus choques, entonces es cuando surge el problema político y su caracterización parlamentaria, delante de la cual nos encontramos. Y ésta es nuestra ambición. Cataluña dice, los catalanes dicen: “Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español”. La pretensión es legítima; es legítima porque la autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional. La ley fija los trámites que debe seguir esta pretensión y quién y cómo debe resolver sobre ella. Los catalanes han cumplido estos trámites, y ahora nos encontramos ante un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República. Éste es el problema y no otro alguno. Se me dirá que el problema es difícil. ¡Ah!, yo no sé si es difícil o fácil, eso no lo sé; pero nuestro deber es resolverlo sea difícil, sea fácil. Ya sé yo que hay una manera muy fácil de eludir la cuestión. Es frecuente en la vida ver personas afanadas en un problema y que cuando lo eliminan, lo destruyen, creen que lo han resuelto. Hay dos modos de suprimir el problema. Uno, como quieren o dicen que quieren los extremistas de allá y de acá: separando a Cataluña de España; pero esto, sin que fuese seguro que Cataluña cumpliese ese destino de que hablábamos antes, dejaría a España frustrada en su propio destino. Y otro modo sería aplastar a Cataluña, con lo cual, sobre desarraigar del suelo español una planta vital, España quedaría frustrada en su justicia y en su interés, y además perpetuamente adscrita a un concepto del Estado completamente caduco e infeliz. Hay, pues, que resolverlo en los términos del problema político que acabo de describir. 

(...) ¿Es que nosotros vamos ahora a cometer la tontería de decir a gentes de hace cinco siglos que se equivocaron? ¿Por qué se habían de equivocar? Nosotros pensamos de otro modo; pero no podemos hablar de errores, comparando los actos ajenos con las ideas que no habían nacido aún. España constituyó su Estado, su gran Estado moderno; pero, ¿cómo lo constituyó? ¿Por voluntad consagrada de los pueblos peninsulares? Tampoco. ¿Por la fuerza de las armas y de la conquista? Tampoco. Por uniones personales; agrupándose estados peninsulares, en los cuales lo único común era la Corona, pero sin que existiese entre ellos comunicación orgánica. Tan no existía, que la monarquía entonces ni siquiera se llamaba española, sino católica, porque España no era el todo de la monarquía católica, universal, sino la parte principal política y directora, pero no del todo. La monarquía y sus hombres y sus soldados jamás se llamaron soldados, hombres, políticos o gobernantes de la monarquía española, sino de la monarquía católica. (...)

(...) No puede admitirse por parte de los teorizantes autonomistas el concepto de que Castilla –metiendo en esta expresión no sólo los confines geográficos de una región, sino todo lo que no es región autónoma o autonomizante–; no puede admitirse, repito, el concepto de que esta parte de España ha confiscado las libertades de nadie, ni ha agredido las libertades de nadie. Quien ha confiscado y humillado y transgredido los derechos o las franquicias o las libertades de más o menos valor de cada región ha sido la monarquía, la antigua Corona, en provecho propio, no en provecho de Castilla, que la primera confiscada y esclavizada fue precisamente la región castellana. (...)

(...) Supongamos que Cataluña –permitidme que discurra en estas hipótesis extremas– en ese plebiscito hubiera dicho: no me habléis de autonomía; deseo ser centralista; absorbedme lo que queráis.

Las Cortes no tenían aquí nada que hacer. Supongamos el caso inverso, con pudor lo expreso, por lo que contiene, pero sólo en hipótesis; supongamos que Cataluña hubiese dicho: no quiero nada con España, unánimemente me quiero separar de España. Ya no era este problema legislativo. Pero, desde el momento en que Cataluña dice que su voluntad es permanecer dentro del Estado español, como lo ha dicho en el plebiscito, ¿quién va a resolver este problema orgánico del Estado español sino su órgano legislativo, las Cortes de la República? De suerte que por haberse producido la voluntad de Cataluña en un plebiscito, de acuerdo con el Estatuto que se quiere presentar a la soberanía de las Cortes, por este camino de la voluntad de Cataluña se llega a la soberanía plena y absoluta de las Cortes, a una política autonomista dentro de la Constitución, con la autoridad de las Cortes. La consecuencia está bien clara, señores diputados: el Estatuto de Cataluña lo votan las Cortes en uso de su libérrimo derecho, de su potestad legislativa y en virtud de facultades que para votarlo le confiere la Constitución. El Estatuto sale de la Constitución, y sale de la Constitución porque la Constitución autoriza a las Cortes para votarlo.

Ahora bien, en la Constitución se establecen, al propio tiempo que la potestad legislativa de organizar las autonomías, límites para las autonomías; es decir, en el texto legal votado por las Cortes se transfieren a las regiones autónomas estas o las otras potestades, y estos límites son de dos clases: unos son taxativos, enumerativos, en cuanto van relacionando las facultades de poder que pueden o no ser objeto de transferencia; pero otros límites no son de este orden, sino límites conceptuales, en cuanto la Constitución, tácita o expresamente, está fundada en ciertos principios que presiden la reorganización del Estado de la República y nada podrá admitirse en el texto legal que regule las autonomías de las regiones españolas que contradiga no ya los límites taxativos y enumerativos de la Constitución, sino los límites conceptuales implícitos en los dogmas que presiden la organización del Estado de la República.

Pues bien; cuando yo tomé el dictamen de la Comisión, lo primero que me encontré es una oposición entre los límites conceptuales de la Constitución relativos a la naturaleza, a la índole del Estado de la República y lo que aquí se define como el contenido del poder autónomo. Esto me lo explico, indudablemente, porque el proyecto de Estatuto ha sido elaborado en un tiempo en que no se había votado la Constitución, en que muchos republicanos españoles deseaban y creían que se iba a votar una República federal. Se confeccionó así y se votó así el Estatuto antes de haber Constitución. Ha venido el proyecto a las Cortes, ha pasado a la Comisión, y la Comisión ha rectificado en el dictamen algunos de estos conceptos incompatibles con la Constitución, por ejemplo, el de que Cataluña era un Estado, etcétera. Ahora dice el dictamen: “Cataluña es una región autónoma de la República española”. Pero quedan otros más; queda el artículo 2, que no es compatible con los límites conceptuales de la Constitución, que es unitaria, no federal, y este artículo 2 yo rogaré a la Comisión que lo reestudie, que lo refunda con el artículo 1, haciendo desaparecer del dictamen una expresión, que no es que a mí me parezca buena ni mala, ni disgregadora ni no disgregadora. No; es que no cabe dentro del concepto de la Constitución respecto de lo que es el Estado español de la República, que es un Estado unitario y no un Estado federal, y, no habiendo Estado federal, no puede hablarse de “el Poder”, etcétera, de que habla el artículo 2. Esto es clarísimo.

Cosa análoga ocurre con otro artículo del mismo título en que se habla de la ciudadanía. ¿Para qué vamos a reñir por esta expresión, que si la aquilatamos podrá no significar nada, pero si significa algo significa una cosa que no es compatible con la Constitución por la misma razón que acabo de dar? Por consiguiente, habrá que pensar en sustituir esta expresión por otra más llana, en la que no se tropiece; por ejemplo: “los derechos concedidos en este Estatuto pertenecerán a tales o cuales”, haciendo además la salvedad, no la salvedad, la declaración expresa –que está en la Constitución, pero no se pierde nada en traerla al Estatuto– de que los ciudadanos de la República española no tendrán nunca en Cataluña derechos menores de los que tengan los catalanes en el resto del territorio de la República española. Esto, señores diputados, no hace falta decirlo: está escrito en la Constitución; pero a mí no me parece mal que se diga cien veces, porque, como en torno del Estatuto y de la autonomía circulan fantasmas abracadabrantes, bueno será demostrar a las gentes, a fuerza de repetírselo, que tales fantasmas no tienen razón alguna de existir, y no se pierde nada haciéndolo constar una vez más en el Estatuto, aunque está dicho varias veces, directa o indirectamente, en la Constitución.

No creo que haya en el dictamen de la Comisión ninguna otra cosa que choque con estos límites conceptuales de que acabo de hablar; si la hubiera, la someteremos a un somero análisis.

Ahora, respecto de los demás problemas de este género, yo me permitiría dar a los señores diputados una opinión, una modesta opinión, que no tiene, ni muchísimo menos, las pretensiones de un consejo; no: más que nada es una explicación de los motivos, de los móviles psicológicos que uno tiene para juzgar el tema político de la autonomía. Y es ésta: no se puede entender la autonomía, no se juzgarán jamás con acierto los problemas orgánicos de la autonomía, si no nos libramos de una preocupación: que las regiones autónomas –no digo Cataluña–, las regiones, después que tengan la autonomía, no son el extranjero; son España, tan España como lo son hoy; quizá más, porque estarán más contentas. No son el extranjero; por consiguiente, no hay que tomar respecto de las regiones autónomas las precauciones, las reservas, las prevenciones que se tomarían con un país extranjero, con el cual acabásemos de ajustar la paz para la defensa de los intereses españoles. No es eso. Y, además, esta otra cosa: que votadas las autonomías, ésta y las de más allá, y creados éste y los de más allá gobiernos autónomos, el organismo de gobierno de la región –en el caso de Cataluña, la Generalidad– es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo ni agresivo, sino una parte integrante de la organización del Estado de la República española. Y mientras esto no se comprenda así, señores diputados, no entenderá nadie lo que es la autonomía. (...)

(...) Es una cosa indiscutible, señores diputados, que hay que dotar de una Hacienda propia a las regiones autónomas. Éste es un principio infrangible; hay que dotarlas de una Hacienda propia. La Hacienda de las regiones autónomas, además de ser propia, ha de tener elasticidad. Es decir, que los recursos con que se dote a las haciendas de las regiones autónomas han de poder dilatarse y crecer a medida que la economía de la región lo permita o lo impulse o lo consienta; y si fuesen tan desgraciadas que su economía se contrajera o se arruinase, que la repercusión sea igual en toda la Hacienda de la región autónoma. Una Hacienda propia y una Hacienda elástica; y los recursos con que se dote a esta Hacienda han de tener un mínimum, porque un mínimum de gastos ha de tener siempre el poder autónomo. Más no se podría tomar, no sería justo tomar, por lo menos ésta es mi opinión, no sería justo tomar como tipo para graduar la dotación de las haciendas autónomas lo que ahora gasta el Estado en los servicios correspondientes que se ceden, porque siendo miserable la dotación del Estado en sus servicios, lo mismo en Cataluña que fuera de Cataluña, y dándose la autonomía, entre otras cosas, para que los servicios que hoy el Estado no atiende bien prosperen y se robustezcan, parecería un poco de burla decir a una región autónoma: “Yo, que no consagro más que X pesetas a este servicio con las cuáles no puede vivir; tú lo vas a desarrollar con las mismas pesetas”. Eso sería condenar la autonomía al fracaso desde el primer momento.

La dotación de la Hacienda de las regiones autónomas no puede representar nunca un privilegio para ninguna región; eso no podría aceptarse, si alguien lo hubiera pretendido, y sería injuria y falsedad suponer que la representación catalana haya pretendido nunca, ni directa ni indirectamente, que la dotación de su autonomía representase para Cataluña una ventaja con respecto a las demás regiones españolas. Si eso lo hubiese pretendido alguien, no hubiera sido escuchado. La dotación de la Hacienda no puede representar un privilegio para la región autónoma; pero tampoco una aminoración de los recursos que puedan corresponderle. No puede ser la dotación de la Hacienda, ni la forma que se adopte de dotar la Hacienda, una fuente de injusticia actual ni de injusticia venidera. Reunidos todos los expertos del mundo o, por lo menos, todos los de España, que ya sería bastante, y puestos a discurrir sobre la forma de dotación de la Hacienda de la región autónoma en relación con el estado de la Hacienda general de la República, yo admito la posibilidad de que llegasen a una forma o a una estructura justa hoy. Pues bien, esa forma, esa estructura justa hoy, tal día como hoy, el año que viene ya no lo sería, o es probable que ya no lo fuese, porque nada hay más variable, más cambiante, que la estructura de la Hacienda de un Estado en relación con la riqueza de los habitantes, con el estado de los negocios, con la repartición de los bienes y de los males en un país.

Por consiguiente, señores diputados, cualquier determinación que se adopte en materia de Hacienda para la región autónoma, cualquier sistema que se implante, porque lo que importa es el sistema, las cifras importan mucho menos, cualquier sistema que se implante ha de ser un sistema sujeto a rectificación, a rectificación periódica ante las Cortes. De suerte que de esta manera eliminamos todo motivo de pavor, toda la preocupación que pesaba y pesa sobre todas las personas, que somos todos, que miramos estas cosas con desinterés y gravedad.

(...) Se puede hacer del presupuesto de la República, del presupuesto general del Estado, dos partes. El doble presupuesto lo hay en todos los estados federales. Se pueden hacer dos partes. En la primera se habrían de consignar los gastos ocasionados por los servicios que retiene el Estado central, los gastos generales del Estado o los gastos no cesibles ni cedidos a las regiones autónomas. Y a cubrir los gastos de estos servicios se atribuirían los rendimientos y los tributos no cedidos ni cesibles a las regiones autónomas. En la segunda parte del presupuesto, se consignarían los gastos ocasionados al Estado central por los servicios en los territorios no estatutarios, correspondientes a los servicios cedidos a las regiones autónomas, y se haría la misma atribución de los tributos; es decir, que en esta segunda parte del presupuesto se atribuiría a cubrir los gastos, el rendimiento, en los territorios no autónomos, de los tributos cedidos a las regiones autónomas, al poder local.

(...) En lo relativo a la Hacienda, el Gobierno admite el principio de la cesión de tributos. No digo ahora si se cederá uno o diez o ninguno; lo que afirmo es que el Gobierno admite el principio de la cesión de tributos, y ya se determinará, según vayamos encajando la fórmula de la dotación de la Hacienda autonómica, con arreglo a esas ideas generales que estoy emitiendo, cómo y en qué forma habrá de hacerse; pero repito que la cesión de tributos la admite el Gobierno y está bien seguro de que, al aceptarla, no cede parte ni toda la soberanía nacional.

(...) Y, por último, al abordar la cuestión de enseñanza, hemos tenido presente, y deben tener presente todos los diputados, que ésta es la parte más interesante de la cuestión para los que tienen el sentimiento autonómico, diferencial o nacionalista, o como lo queráis llamar, porque es la parte espiritual que más les afecta, y singularmente lo es de un modo histórico, porque el movimiento regionalista, particularista y nacionalista –no hay por qué avergonzarse de llamarlo así– de Cataluña ha nacido en torno de un movimiento literario y de una resurrección del idioma y de una restauración del idioma, y, por lo tanto, es en este punto no sólo donde los catalanes se sienten más poseídos de su sentimiento, sino donde la República, juzgando y legislando prudentemente, debe ser más generosa y comprensiva con el sentimiento catalán.

Hay que insistir, cuando se trata de esta cuestión, en lo que yo antes decía: Cataluña no es el extranjero; hay que tener presente que el temor, el pánico, casi, ante una posible desaparición de la lengua castellana en las regiones autónomas no tiene fundamento alguno; y no lo tiene, en primer lugar, porque la competencia lingüística en el territorio español no puede estar sometida en su victoria o en su derrota al régimen político; eso sería un desatino, porque desde el momento que nosotros mantuviéramos un régimen político para la defensa de la lengua castellana, menguada sería la fortuna de la lengua que necesitase de esta protección; y, además, empalmando o incrustando en un régimen político una defensa, una protección, como quien protege una mercancía, de la lengua castellana, inevitablemente se produce la reacción contraria, porque viene el apego, no ya natural, sino político y apasionado, a otra lengua que se siente menospreciada o vejada o poco protegida por el régimen político de que acabo de hacer mención. Y haré, además, otra consideración: que no puedo suponer que los catalanes o los vascos, o quien fuera autónomo en España, puedan dejar de hablar en castellano; y si dejaran, allá ellos; la mayor desgracia que le pudiera ocurrir a un ciudadano español sería atenerse a su vascuence o a su catalán, y prescindir del castellano para las relaciones con los demás españoles, con los cuales vamos a seguir tratándonos, y para las relaciones culturales, mercantiles, etcétera., con toda América. ¿A dónde va a ir un fabricante catalán, un exportador catalán, un hombre de negocios catalán sin el castellano? ¿Adónde va a ir? A Zaragoza no será. (Risas y rumores).

(…) No somos partidarios ni creemos que se pueda aceptar el sistema de la «doble universidad. Comprendo que a otros les parezca bueno; pero a nosotros nos parece que no se puede aceptar la doble universidad, porque la función docente propia de la universidad, y de creación y expansión cultural, quedaría reducida a dos centros administrativos políticos, luchando el uno contra el otro, desentendiéndose mutuamente y tal vez lanzando a los estudiantes a contiendas en la calle. Ésta no es una hipótesis vana, porque en otros países donde se ha dado el bilingüismo esa solución, la doble universidad ha fracasado, y no hay que ir muy lejos para comprobarlo. No podemos admitir la doble universidad, ni crear dos hogares rivales que mantendrían lo que haya de rivalidad o de hostilidad entre la cultura en castellano y la cultura en catalán; sería conservar esa competencia, esa rivalidad, y eso debe desaparecer.

Nosotros estimamos que la universidad única y bilingüe es el foco donde pueden concurrir unos y otros; en vez de separarlos hay que asimilarlos, juntarlos y hacerlos aprender a estudiar y a estimarse en común; ése es el carácter que tiene la cultura española en Cataluña: doble, pero común. Y la segunda enseñanza… [El señor Royo Villanova: «Pero ¿de quién va a depender la universidad?».] Pues de la Generalidad. [El señor Royo Villanova: «¿Quién la va a pagar?».] Cataluña, ¡quién la va a pagar! [El señor Royo Villanova: «Entonces le digo a su señoría que la universidad no será bilingüe, sino catalanista y antiespañola».] Pues le nombraremos a su señoría inspector »y tendrá muy buen cuidado de que sea bilingüe. [El señor Royo Villanova: «Eso no pasará; eso no puede pasar». Grandes rumores. El señor Álvarez Angulo: «Cállese, su señoría». El señor Royo Villanova: «Llevaos todo, menos el espíritu español».]

[El señor presidente: «No se incomode el señor Royo Villanova».]

Señor Royo Villanova, uno de los mayores errores que se pueden cometer en nuestro país –y permitidme que haga esta digresión para contestar a una expresión del señor Royo– es contraponer a las cosas y sentimientos de Cataluña el espíritu español. [El señor Royo Villanova: «Son ellos los que lo contraponen». Protestas y contra protestas.] (…)

(...) Ahora bien, señores diputados, con este sentimiento de colaboración, con este sentimiento de unidad profunda e interior de todos los españoles, es con el que yo invito al Parlamento y a los partidos republicanos a que se sumen a esta obra política, que es una obra de pacificación, que es una obra de buen gobierno. Es una obra de pacificación, señores diputados, porque por cualquier parte donde tiréis un corte al volumen de la sociedad española encontraréis que hormiguean las discordias; de estas discordias, unas son útiles, bienvenidas, necesarias para el progreso político y social, y fomentan y alzapriman la vida pública; pero otras son deplorables y disgustosas, porque vienen heredadas de contiendas históricas abolidas, las cuales nosotros estamos llamados a cancelar. Ésta es una parte de la obra de pacificación, que es base de una obra de buen gobierno, porque España necesita estar urgentemente bien gobernada. Yo no puedo creer, señores diputados, que haya españoles bastante ofuscados para contristarse del buen gobierno de España con tal de que la gloria de este buen gobierno no recaiga en la República; seguramente los hay, pero eso no les excusará de tener que reconocer algún día nuestra obra de buen gobierno.

Sé que es más difícil gobernar España ahora que hace cincuenta años, y más difícil será gobernarla dentro de algunos años. Es más difícil llevar cuatro caballos que uno solo. El país está en pie, cruzado por apetitos de toda especie, por ansias de toda clase. Es más difícil gobernarla ahora que hace cincuenta años, cuando se dirigía desde un despacho del Ministerio de la Gobernación fumando cigarrillos a medianoche. Ahora hay que velar de día y de noche. Pero ¿creéis que a España le va a faltar, no ya fuerza de puños, sino destreza y agilidad de entendimiento para gobernarse ella misma? ¡Cómo le va a faltar! A esta obra de pacificación, de buen gobierno, señores diputados, yo que paso por un hombre sectario, intransigente y duro, convoco a todos los españoles. Todos los españoles están convocados a esta obra. Cada cual desde su sitio. Pero si no acuden, de todos modos, vosotros, republicanos y socialistas, tenéis la parte más grave de la responsabilidad, porque sobre vosotros pesa el presente y el porvenir de España, y hemos de declarar, republicanos y socialistas, ahora unidos espiritualmente en esta gran labor de refacción de España, hemos de declarar que en el fondo de nuestra conducta política alienta una noble y gran ambición. ¿Por qué no lo vamos a decir? Nosotros no queremos seguir siendo los guardianes de un ascua mortecina arropada en las cenizas de este hogar español desertado por la historia. Queremos reinstalar la historia en nuestro hogar; que la tea pasada de mano en mano en las generaciones que nos han precedido y llegó a las nuestras, podamos transferirla a la generación que nos suceda, más brillante, más ardorosa, más fogosa, iluminando los caminos del porvenir. [¡Muy bien] Lo que importa es el porvenir, republicanos y socialistas. Lo que importa es navegar. Ahora, tened presente que para esta navegación no os basta llevar el timón de la nave, sino que hay que sacar del pecho el aliento que ha de impulsar las velas. Para esto os invito y convoco desde el último lugar, pero permitidme que lleve vuestra voz en este momento. Pecho al porvenir y revestíos de arrojo para ensayar, del arrojo grave de los hombres responsables que saben para lo que están en la vida y quieren dejar algo en la vida, y estad vigilantes para saludar jubilosos a todas las auroras que quieran despegar los párpados sobre el suelo español. [Grandes y prolongados aplausos. Muchos señores diputados se acercan a felicitar al orador.]

Eco Republicano


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