La enseñanza de la religión en la escuela es una de las asignaturas pendientes de la transición política y religiosa en España que, 37 años después de la aprobación de la Constitución, sigue todavía sin aprobarse. El mal de origen radica en el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales entre la Santa Sede y el Gobierno Español, de rango internacional, firmado por el secretario de estado de la Ciudad del Vaticano cardenal Villot y el ministro de Asuntos Exteriores de España Marcelino Oreja el 3 de enero de 1979, que establece la inclusión obligatoria de la enseñanza de la religión católica en los planes educativos de los niveles de Educación Preescolar, de Educación General Básica, de Bachillerato Unificado Polivalente y Formación Profesional en todos los centros de educación, en condiciones equiparables a las demás disciplinas.
El acuerdo establece que corresponde a la jerarquía eclesiástica elaborar los programas de religión católica a impartir en la escuela y proponer los libros de textos y material didáctico relativos a dicha enseñanza, y que los profesores de catolicismo son elegidos por los obispos. El pago de los mismos, sin embargo, corre de cuenta del Estado. Aquí se hace excepción del viejo adagio “el que paga manda”, que se sustituye por “el que paga, acata”.
Las sucesivas leyes de educación, lejos de resolver el problema, lo han agravado, y la actual LOMCE ha llevado el agravamiento al extremo. En primer lugar, obliga a los alumnos a elegir entre la asignatura de Religión Católica y la de Valores Cívicos. Esto implica que la escuela educa en dos tipos de ética: la confesional y la laica, y que quienes eligen la clase de religión católica se ven privados de la educación en los valores cívicos e indirectamente de la obligación de practicarlos en la esfera pública. Porque, ¿cómo van a practicar unos valores que no han aprendido?
Con la LOMCE, la religión católica se torna evaluable, y la calificación cuenta para la nota media del curriculum y para conseguir una beca. Lo que aquí se evalúa no es el conocimiento de la historia de las religiones, sino las creencias del alumnado, que pertenecen a la esfera individual y no son evaluables. ¿Cómo, en un estado no confesional, las creencias religiosas pueden jugar un papel tan decisivo en asuntos tan importantes como la concesión o no de una beca o el aprobado o el suspenso en un curriculum escolar? Quizá no estemos en un estado no confesional
En tercer lugar, al tratarse de una enseñanza confesional de la religión, se produce una doble injerencia: de una disciplina ajena a los contenidos científicos y de una autoridad, la de la jerárquica católica, que interviene en un ámbito que no es de su competencia, cual es el de la educación.
A los despropósitos indicados hay que suma uno más en el caso del diseño del nuevo curriculum de Religión Católica en Primaria, Secundaria y Bachillerato que ha elaborado la Conferencia Episcopal Española. Los contenidos son en su totalidad catequético con tendencia al fundamentalismo. El pensamiento que se transmite es androcéntrico; el lenguaje, patriarcal; la concepción del cristianismo, mítica; el planteamiento de la fe, dogmático; la exposición, anacrónica. Al temario me remito: la creación y la relación de Dios con el hombre: Dios como “padre de la humanidad que quiere nuestra felicidad”; Adán y Eva; “Dios elige a María para que su hijo se haga hombre”; “Jesús, el hijo de Dios, se hace hombre, vive y crece en una familia; enseñar oraciones de petición y agradecimiento. La catequesis vuelve a la escuela y lo hace con los tonos machistas de los tiempos más rancios del nacional-catolicismo. Así, quien pierde es el cristianismo, que queda desacreditado.
Estamos pues ante otra ocasión perdida para construir una educación de carácter laico y para desarrollar un estudio crítico de las religiones como parte de la historia de las culturas.
Juan José Tamayo
Teólogo y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid