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Patriotas y liberales

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Nunca me ha gustado la palabra patriota, pues suele presuponer cierta arrogancia y desdén por lo ajeno. Ya sé que –presuntamente- hay un patriotismo bueno y un patriotismo malo. Se puede amar a la patria, sin desdeñar a otras naciones. Puede ser, pero sinceramente me suena a excusa para justificar un término inspirado por el orgullo provinciano o los delirios imperiales. Durante los años que ejercí la docencia, siempre repetí que lo más ético era ser ciudadano del mundo, de acuerdo con la definición de sabio proporcionada por Demócrito de Abdera, “el filósofo que ríe”. No me imagino a un patriota riendo, sino rugiendo, como hacen en los estadios de fútbol los hooligans, británicos o no, pues el vandalismo es un vicio universal y ninguna sociedad puede presumir de no soportar ese lastre. Sé queabertzale significa patriota y que no implica necesariamente apoyar a ETA, pero la izquierda abertzale ha sido la base social del terrorismo (perdón, lucha armada) y sus “valientes gudaris” no habrían sembrado el dolor por toda España (perdón, Estado español), sin un importante apoyo popular. Imagino que el PNV también se considera abertzale y, por supuesto, nunca ha apoyado el terrorismo, pero yo aún recuerdo a Xabier Arzalluz declarando aquello de “unos agitan el árbol y otros recogen las nueces”. Imagino que el árbol es el tronco de Irene Villa, con las dos piernas amputadas y las nueces las negociaciones encaminadas hacia la liberación de la mítica Euskal Herria, trágicamente oprimida por el Imperio español.

Decir que eres un patriota español te convierte automáticamente en un facha, nostálgico de la Santa Inquisición y de los Reyes Católicos. Pablo Iglesias Turrión ha rescatado la expresión, intentando imbuirle un significado moderno, positivo e integrador. No me parece una mala iniciativa, siempre que contribuya a fomentar la convivencia y la concordia. Yo prefiero ser un simple ciudadano con vocación cosmopolita, pues mi formación intelectual y emocional siempre me mantuvo lejos de cualquier forma de nacionalismo, incluido el español. A raíz de la crisis económica que empezó en 2008, sentí la obligación moral de repensar algunos de mis planteamientos. Ser profesor de secundaria en barrios obreros del extrarradio de Madrid me mostró las consecuencias más dramáticas del paro masivo, los desahucios, la precariedad laboral y la pobreza infantil. Esa experiencia me hizo girar hacia posiciones de extrema izquierda, que ahora deploro y condeno. No lamento ese viraje, pues me ha ayudado a comprender mejor el panorama político y social. Durante mi sarampión revolucionario, soporté los ultrajes de la extrema derecha en las redes sociales. Algunos me insultaron de forma grosera y estúpida, pero uno –algo más atinado- me llamó “lelo romántico”. Creo que me merecía esa calificación, pues soñar que una insurrección popular acabará con las injusticias y desigualdades revela grandes dosis de irresponsabilidad e inmadurez. Ni el comunismo ni el anarquismo son ideologías democráticas, sino formas de pensamiento que emplean el terror para materializar supuestas utopías. La Unión Soviética siempre será asociada al Gulag(Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, 1951; Robert Conquest, El Gran Terror: las purgas de Stalin durante los años 30, 1968; Aleksandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, 1971); el anarquismo nunca podría distanciarse de las bombas que tiñeron de sangre el final del siglo XIX y la retaguardia republicana durante la guerra del 36. En mi desdichado viaje por la izquierda radical, llegué a identificarme con el comunismo libertario, pero ahora pienso que Gerald Brenan hizo un retrato sumamente esclarecedor de esta utopía milenarista: “Los anarquistas, pues, luchaban, sobre todas las cosas, por la libertad. Pero aquí se presenta un grave dilema. Estos severos moralistas, estos hijos del imperativo categórico desaprueban la organización actual de la sociedad. Pero, ¿qué es lo que piden? Piden que todo el mundo sea libre. ¿Libre para qué? Libre para vivir una vida natural, para alimentarse de frutas y verduras, para trabajar en las granjas colectivas, para conducirse de la manera que los anarquistas consideran adecuada. Pero si esas cosas no le importan, si quiere beber vino, e ir a misa, y cavar en su propio campo y rehúsa los beneficios aportados al mundo por el comunismo libertario, ¿entonces, qué? Entonces, se trata de uno de los malos, de los perversos, susceptible tal vez de curación, pero, si no proviene de una familia de trabajadores, lo más probable es que esté corrompido y viciado por la educación o por la herencia, y, por consiguiente, no es digno de tomar parte en el paraíso anarquista. Una bala en la cabeza para este compañero: sin odio, naturalmente, sin odio. Incluso puede fumar un último cigarrillo antes de morir. Después de todo, compañero, la muerte no es nada” (El laberinto español, 1943).

Esta descripción también sirve para retratar a la izquierda abertzale, que ha flirteado con el maoísmo y hasta hace muy poco no se desmarcó de la violencia, más por razones tácticas que por motivos éticos. En Euskadi a la Hil! (Euskadi o la muerte), una obra publicada clandestinamente en 1976, ETA explica su filosofía: “Recordamos que Euskadi está en guerra contra España; que los vascos son un Pueblo oprimido por las armas españolas; que la lucha de ETA es la continuación de la lucha del Pueblo Vasco contra el imperialismo español”. En un apartado llamado Táctica, se explican fines, métodos y objetivos, a veces con faltas de ortografía (por ejemplo, se habla de “ostigamiento”). El fin supremo es “Crear en Euskadi una situación de guerra total, que impida al gobierno de Madrid expoliar a nuestro Pueblo, a la vez que se le obliga a invertir un dinero no rentable (ejército de ocupación). A su vez crearle un problema político-social. Mediante ese desgaste económico-político-social, crear al gobierno de Madrid una situación crítica, que le obligue a negociar el futuro de Euskadi con un gobierno provisional vasco (compuesto por los partidos clandestinos o legales, siempre que sean abertzales)”. “Siempre que sean abertzales…”, “Crear un problema político social”…, “Crear al gobierno de Madrid una situación crítica…”. Sin duda, se trata de objetivos democráticos, que contribuyen a la felicidad del pueblo vasco. Por supuesto, los vascos que se consideran españoles no son vascos, sino traidores y no merecen vivir en Euskadi (perdón, Euskal Herria). Imagino que crear “una situación crítica en Madrid” implica miserables atentados como el de Puente de Vallecas, que el 11 de diciembre de 1995 causó la muerte a seis trabajadores civiles del Parque de Automóviles de la Armada e hirió a otras 17 personas, cinco de ellas de gravedad. Las reprobables violaciones de los derechos humanos cometidas por las Fuerzas de Seguridad del Estado no pueden justificar las 859 víctimas de ETA. Hablar de resistencia o violencia defensiva es puro cinismo, pues solo entre 1978 y 1980 se asesinó a 244 personas, creando esa “situación crítica” que puso en peligro la incipiente e imperfecta democracia y propició el golpe de estado que se produjo el 23-F. Se habla del Plan ZEN, pero ¿qué habría sucedido en cualquier otro país europeo con una escalada de violencia semejante? Está claro que ETA asimiló la famosa frase de Lenin, “cuanto peor, mejor”, alimentando una espiral de perversión moral que aún continúa salpicando inmundicia. Imagino que asesinar a María Dolores Ledo, de 25 años, maestra y embarazada de seis meses, constituyó un acto de resistencia. A fin de cuentas, era la mujer de un policía nacional, el cabo Pedro Barquero. Ambos perdieron la vida el 4 de mayo de 1983 en un garaje del barrio bilbaíno de Santutxu, cuando se toparon con un comando de ETA que acababa de secuestrar y amordazar a Julio Segarra Blanco, teniente de la Policía Nacional. El comando disparó contra el cabo, que llegó a sacar su arma reglamentaria. A continuación, disparó a sangre fría contra el teniente y contra María Dolores. Se recogieron nueve casquillos de bala. Algunas versiones cambian ligeramente la secuencia, pero la fotografía que reproduce el crimen es espeluznante y muestra claramente el embarazo de la mujer asesinada. Hace dos años, pasé varios días en el barrio de Santutxu. Es cierto que en unaherriko taberna, manifesté que era de Madrid y que simpatizaba con la izquierda abertzale. Me estrecharon la mano y me dijeron con una sonrisa que podía discrepar, pero con respeto. Entonces pensé que era un hermoso gesto de tolerancia. Ahora creo que el derecho de discrepar no necesita la aprobación de nadie en una sociedad verdaderamente democrática. En la herriko taberna, había fotos de militantes y colaboradores de ETA. Por supuesto, no había nada que recordara a María Dolores, la esposa de un “txakurra”. De hecho, es probable que años atrás su muerte se celebrara con risotadas y unos zuritos, de acuerdo con el testimonio de personas muy cercanas, que se mostraban muy orgullosas de todos sus gudaris y reivindicaban la gloriosa historia de ETA.

La izquierda radical ha crecido con la crisis económica, proporcionando alas a raperos incendiarios que piden un baño de sangre y fomentando una distorsión del conflicto vasco que ha beneficiado a la izquierda abertzale. Muchos de los que nos habíamos movido en el terreno del marxismo, pensamos que el paro, los desahucios, las desigualdades, la corrupción política y la represión policial solo podrían frenarse con la receta del Manifiesto comunista(1848): “Los comunistas no ocultamos nuestras intenciones. Declaramos abiertamente que nuestros objetivos solo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente”. Afortunadamente, es posible madurar y superar un planteamiento que han producido frutos tan envenenados como la Camboya de los jemeres rojos, la Unión Soviética de Stalin, la Corea del Norte de Kim Il-Sung o la Cuba de los hermanos Castro. ¿Cuál es la alternativa? Para mí, la Europa del Estado del Bienestar, gravemente herida por el pacto tácito entre socialdemocracia y neoliberalismo. Desde los años ochenta, ambas fuerzas políticas han trabajado denodadamente para acabar con una fórmula que garantizaba la convivencia y minimizaba las injusticias. En España, la alternativa más ética sería recuperar el espíritu de concordia y progreso de figuras como Manuel Azaña, Julián Besteiro, Manuel Bartolomé Cossío, Francisco Giner de los Ríos, José Ortega y Gasset o Fernando de los Ríos. El 15 de septiembre de 1937, Azaña escribe: “España es un pueblo difícil de someter a la disciplina de la libertad y la razón. Todos son violentos; hay pocos sesos en España o no estamos enseñados a usarlos. Vivimos de las reacciones del carácter”. Desgraciadamente, esta reflexión no ha perdido un ápice de vigencia. En un pasado reciente, yo caí en la trampa de la violencia revolucionaria, llegando a llamar “presos políticos” a energúmenos que habían prodigado el coche bomba y el tiro en la nuca. Mi penitencia consiste en aguantar los agravios de un puñado de lectores, seducidos por mi retórica de “lelo romántico”. Espero que algún día se cansen de insultarme. Si no lo hacen, tampoco perderé el sueño, pues su insensibilidad ante el dolor de las víctimas de ETA o los GRAPO afianza mi giro ideológico. No tengo ninguna necesidad de manifestar mi actual credo político, pero deseo hacerlo. Me permito tomar prestadas las palabras de mi bisabuelo, José Fernández de Cueto, diputado por Toledo en las Cortes isabelinas, pero también en la Asamblea constituyente de 1869, esta vez por Vich: “liberal por convicción, independiente por carácter”. Ojalá no me hubiera desviado de esta manifestación de sentido común.

RAFAEL NARBONA



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