La llegada de la Segunda República supuso la implantación de un sistema político que tuvo en la educación uno de sus pilares fundamentales, tanto por la constatación del abandono en el que estaba, como por la necesidad de plantear en la práctica profundos cambios en un sentido progresista, dentro de un proyecto más amplio de creación de un Estado del bienestar, al considerar la educación como un motor de transformación social, partiendo, eso sí, de los movimientos de renovación pedagógica que habían comenzando con la Institución Libre de Enseñanza. Tres políticos se destacaron en el impulso a la educación: los ministros Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos, que ocuparon la cartera de Instrucción Pública, y Rodolfo Llopis, director general de Primera Enseñanza.
La Constitución de 1931 dedicó tres amplios artículos a la educación, dentro del Capítulo II, titulado “Familia, economía y cultura”, del Título III, “de los derechos y deberes de los españoles”. El artículo 48 establecía que el servicio de la cultura era atribución del Estado y se prestaría en instituciones educativas, según un sistema de escuela unificada, es decir, que se planteaba un nuevo sistema educativo y común. La enseñanza primaria sería obligatoria y gratuita. Los docentes, desde maestros a catedráticos, pasando por profesores, serían funcionarios públicos. La República tendría obligación de facilitar el acceso a todos los grados de enseñanza a los españoles sin posibilidades económicas, es decir, por vez primera se establecía que la falta de recursos no podría ser un impedimento para estudiar; la educación adquiría un componente social del que carecía anteriormente y que no se recuperaría hasta la vuelta de la democracia. La libertad de cátedra quedaba reconocida y garantizada. La escuela española sería laica. En el propio texto constitucional se establecían los valores que debían inculcarse: el trabajo y la solidaridad. La religión dejó de ser una asignatura obligatoria. Aunque la enseñanza era laica, las distintas confesiones tendrían el derecho de enseñar sus doctrinas respectivas, pero bajo la inspección del Estado.
El artículo número 49 se dedicó a plantear las líneas generales de la estructura educativa. La expedición de títulos académicos y profesionales correspondería exclusivamente al Estado, que establecería las pruebas y requisitos necesarios para obtenerlos aún en los casos en que los certificados de estudios procedieran de centros de enseñanza de las regiones autónomas. Una ley de Instrucción Pública determinaría la edad escolar para cada grado, la duración de los periodos de escolaridad, el contenido de los planes pedagógicos y las condiciones en que se podría autorizar la enseñanza en los establecimientos privados.
Por fin, el artículo número 50 trataría, por vez primera, de atender la diversidad de España en el plano educativo, aunque primando el castellano como lengua fundamental en las escuelas. Las regiones autónomas podrían organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concediesen en sus respectivos Estatutos. Sería obligatorio el estudio de la lengua castellana, y ésta se usaría también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas. El Estado podría mantener o crear en ellas instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República. Pero en el mismo año de 1931 se aprobó un Decreto que matizaba el precepto constitucional en un sentido menos centralista. La presión catalana era evidente y se estableció que la enseñanza se practicaría en la lengua materna hasta los ocho años en la escuela, ya fuera catalana o castellana.
Una de las primeras decisiones tomadas por el gobierno de la República fue la elaboración de un ambicioso plan quinquenal de construcción de escuelas, hasta 27.000 centros escolares. Las penurias presupuestarias impidieron alcanzar ese objetivo, pero se hizo un verdadero esfuerzo para que hubiera escuelas en todos los rincones del país.
Las Misiones Pedagógicas fueron uno de los proyectos que más memoria han dejado de la República. Ponían en práctica la idea de la Institución Libre de Enseñanza de lo que se conocía como la “extensión universitaria”. Se pretendía acercar la cultura, con un intenso afán pedagógico, especialmente al mundo rural, con exposiciones, sesiones cinematográficas, guiñoles, representaciones teatrales, recitales, y apoyo a los maestros rurales. La educación de los adultos era una tarea muy urgente, porque no se había atendido en el pasado.
Como la Constitución encargaba la aprobación de una ley de instrucción pública, el gobierno se puso en marcha, y encargó a Lorenzo Luzuriaga, uno de los principales pedagogos que ha tenido España, el proyecto legislativo. Las líneas generales del mismo definen el ideario republicano-socialista de lo que debería ser la educación, y han sido inspiración posterior para la izquierda. La educación pública era una obligación del Estado, aunque se podría delegar en otras administraciones su sostén, siempre y cuando tuviesen solvencia económica y cultural. La República no prohibiría el ejercicio de la enseñanza privada, siempre y cuando no persiguiese fines políticos y partidistas. El problema se planteó cuando la legislación prohibió la existencia de las órdenes religiosas que tuviesen entre sus votos la obediencia a otra autoridad que no fuera la del Estado, es decir, los jesuitas, que tenían un evidente protagonismo en la enseñanza. Los republicanos y socialistas consideraban que la Compañía de Jesús ejercía una intensa actividad proselitista a través de la enseñanza. A pesar de la disolución de la Compañía, se mantuvieron en algunos lugares, como en Cataluña, academias subvencionadas por antiguos alumnos, padres y simpatizantes de los jesuitas.
Siguiendo el precepto constitucional, la religión dejaría de ser asignatura en el sistema educativo español, aunque no se prohibía el estudio del hecho religioso, en terminología actual, o historia de las religiones, con especial atención a la católica, dentro del currículo escolar. Si los padres de los alumnos de una escuela solicitaban que se enseñase la religión, el Estado tendría la obligación de poner los medios necesarios para que se pudiese impartir, pero siempre fuera del currículo, en un horario extraordinario.
La enseñanza sería gratuita, especialmente en el nivel primario, y se establecía un 25% de matrículas gratuitas en el nivel universitario.
En cuestiones pedagógicas, la escuela pública republicana planteó toda una revolución, que, basándose en los esfuerzos renovadores anteriores, buscaba que dicha escuela tuviera una clara conexión con la sociedad, por lo que era necesario el concurso de los padres, creándose una verdadera comunidad educativa. La secular segregación se terminaría, implantándose la coeducación.
El sistema educativo español se definiría como un todo unitario, dividido en varias etapas, pero interrelacionadas entre sí. El primer nivel sería el primario, dividido, a su vez, en dos etapas, la voluntaria (4-6 años) y la básica (6-12 años). La secundaria tendría dos ciclos: prolongación de la primaria (12-15 años), y preparación para cursos universitarios (15-18 años). Por fin, la superior, correspondería a los estudios universitarios.
Para todos estos cambios hacía falta un nuevo tipo de maestro, mejor formado pedagógicamente, muy concienciado de la importancia de su labor, más valorado por la Administración y mejor remunerado. La formación de los maestros llegó, por fin, a la Universidad, al crearse la sección de Pedagogía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, en el año 1932.
En todo sistema educativo la inspección es un elemento clave y así lo entendió la República. En 1932 se aprobó el Decreto sobre la Inspección de la Primera Enseñanza. El inspector no sólo sería un funcionario que debía controlar la aplicación de la ley, sino, sobre todo, un facilitador del aprendizaje, al primar su función orientadora con los profesores, por lo que su formación pedagógica debía ser fundamental, además de la puramente administrativa. La inspección en el nivel secundario llegó con otro Decreto de Inspección de Segunda Enseñanza, en el mismo sentido. El inspector educativo en la República se convirtió en un funcionario autónomo, gracias al Decreto de Inmovilidad de los Inspectores, que evitaba su desplazamiento cuando molestaba en algún distrito. Los inspectores trabajarían, además, de forma coordinada, al crearse las Juntas de Inspectores.
En el nivel universitario se plantearon menos reformas. Una de las más llamativas fue la regulación de la cuestión de las reclamaciones de los alumnos a las calificaciones. La República creó la Universidad Internacional de Santander.
La llegada del centro-derecha al poder en el año 1933 planteó importantes cambios del proyecto progresista educativo del bienio reformista, en la línea de lo que se ha denominado “contrarreforma”, en un sentido conservador. La coeducación fue suprimida en primaria, aunque se pretendió que dicha prohibición se fuera aplicando al resto de etapas educativas. Se procuró intervenir a los inspectores, suprimiendo la Inspección Central de Educación con el argumento de que no había presupuesto, y se suprimió el decreto de inamovilidad de los inspectores. Por otro lado, sí se siguió con la creación de escuelas.
A pesar de que el Frente Popular deseaba establecer reformas educativas en el mismo sentido que en el bienio reformista, el estallido de la guerra paralizó cualquier actuación importante. Es destacable, eso sí, el esfuerzo formador que se dio en las milicias y en el Ejército Popular para combatir el analfabetismo y aportar conocimientos culturales a los milicianos y soldados.
Eduardo Montagut Contreras
Doctor en Historia Moderna y Contemporánea
Fuente: losojosdehipatia.com.es