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La segunda Restauración borbónica agoniza

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Juan Carlos ha abdicado a los 76 años de edad. Si Felipe quiere ser sexto, que someta su nombramiento a las urnas.


Tras los golpes de Estado de Pavía y Martínez Campos y la pasividad del general Serrano, a la sazón Presidente interino del Gobierno post-republicano, Alfonso XII regresó a España y fue proclamado rey en 1876 tras ser recibido por una multitud enloquecida en las calles de Madrid. Cuenta Indalecio Prieto en su libro Palabras al Viento que abrumado por los gritos efusivos de un hombre, Alfonso XII paró su caballo y le preguntó: “¿Por qué gritáis con tanto entusiasmo?, respondiéndole el gritador: “Esto no es nada para la que armamos cuando echamos a la puta de la reina”. La puta de la reina era Isabel II, su madre. Cánovas del Castillo, hombre hábil, socarrón, cínico y conservador, ideó para la ocasión una Constitución que suponía un retroceso enorme respecto a la revolucionaria de 1869, pero que era un traje a medida para la perduración del régimen monárquico. Dado al chiste y al sarcasmo, quiso Cánovas que el primer artículo de la Carta Magna dijese que “es español todo aquel que no puede ser otra cosa”, aunque nunca llegó discutirse.

El sistema político elaborado por Cánovas era esencialmente corrupto y autoritario. Para evitar las “turbulencias” del pasado y darle una falsa estabilidad, dos partidos, el liberal y el conservador, se turnarían pacíficamente en el poder independientemente de lo que votasen los ciudadanos ya que una amplia red caciquil y clientelar repartida por todo el país se encargaría de “guiar” el voto al lugar adecuado, terminando de transformase el sufragio en las estafetas de correos y, por fin, en el ministerio de la Gobernación. Muy dividido, el republicanismo se refugiaba en tertulias, redacciones, círculos, ateneos y conciliábulos, siendo la universidad uno de sus últimos reductos de poder. Decidido a acabar con él, el ministro de Fomento, Manuel Orovio, decretó el fin de la libertad de cátedra y la expulsión de la Universidad de todos aquellos catedráticos que impartiesen doctrinas contrarias a la religión católica, a la monarquía o al sistema político vigente. De aquella decisión brutal, nació la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos, Salmerón y Calderón, y con ella la primera y más temprana quiebra el régimen, puesto que la Institución sería la mayor y mejor escuela de ciencia, librepensamiento y republicanismo que ha tenido España. Alfonso XII murió, triste de él, en 1885 mientras conservadores y liberales se sucedían en el poder repartiendo prebendas a clientes y amigos de todos los territorios del país. Durante la regencia y el reinado de Alfonso XIII, republicanos, socialistas y anarquistas crecieron al otro lado del régimen mientras se perdían las colonias, nacían los nacionalismos periféricos y las guerras de África cortaban de cuajo la vida a miles de soldados pobres que no habían podido pagar la cuota que les habría eximido de demostrar su amor a la patria frente al moro. La muerte de los dos líderes históricos de los partidos dinásticos –Cánovas y Sagasta-, la intromisión constante de Alfonso XIII en los asuntos políticos, económicos y militares del país, la corrupción generalizada y la fuerte contestación obrera en las principales ciudades terminaron por arrinconar a un régimen que no había nacido para servir al país sino a los intereses de la Corona y de la oligarquía dominante. En Septiembre de 1923, el general Primo de Rivera acabó con los partidos políticos y desde Barcelona estableció la dictadura que lleva su nombre. La primera Restauración había muerto.

Leyendo los diarios de aquel tiempo, pese a la censura, se concluye que hasta el propio Primo de Rivera estaba convencido de la interinidad de su mandato: Era muy difícil ignorar que la mayoría de la población por unos u otros motivos se había separado definitivamente de la monarquía y pensaba que su libertad y su progreso dependía de un régimen diferente en el que no existiesen los derechos de sangre ni los privilegios de casta o clase. La II República fue un sueño que los brutos, al asesinarla, convirtieron en la mayor pesadilla de nuestra historia: La criminal dictadura franquista. Por decisión unilateral, Franco designó a Juan Carlos de Borbón como su sucesor para que perpetuase en el poder el orden de cosas que habían nacido bajo su tiranía: Poder ilimitado de la plutocracia, ideología nacional-católica, predominio de la enseñanza clerical, corrupción y clientelismo como verdaderos valores de la España eterna que “sacude el yugo de la esclavitud” e impunidad de los poderosos. Juan Carlos y sus asesores de dentro y de fuera no cumplieron al pie de la letra los mandatos de Franco, pero teniendo en cuenta el shock traumático que para la inmensa mayoría de la población había sido y seguía siendo la guerra civil y la posguerra, decidieron crear un régimen político con apariencia democrática que permitió la presencia en las elecciones de la mayoría de los partidos existentes, dejando fuera a los restos del republicanismo del exilio: La única condición para ello fue que todos tenían que aceptar que la cuestión regimental quedaba fuera de cualquier debate. Y se aceptó.

Durante dos décadas más o menos la cosa funcionó, contribuyendo ETA de forma muy considerable al rearme de las fuerzas políticas más reaccionarias que son las que hoy ocupan el poder central. Después de cuarenta años de dictadura sangrienta, España carecía de cuadros suficientes para armar un verdadero sistema democrático y muchos de los protagonistas de ese periodo salieron de los salones oscuros de la dictadura para mezclarse sin rubor con quienes la habían combatido. Inoculado en el pueblo español el virus del apoliticismo, logreros, manigeros, medradores y sinvergüenzas de toda laya se mezclaron en las cúpulas de los partidos con quienes de verdad creían que era posible un cambio democrático real, terminando por constituir eso que Pablo Iglesias Turrión ha denominado “la casta”. De nuevo, como en la primera Restauración, bajo el pretexto de la estabilidad fiada a la persistencia de la monarquía, un régimen se ponía al servicio de su titular y de la oligocracia dominante sin que nadie de entre ellos se percatase de que estaba pasando algo similar a lo sucedido en los últimos años del reinado de Alfonso XIII, que la clase dirigente se había separado del pueblo, que no había renovación, que el régimen se había anquilosado, que las palabras se habían vuelto huecas y que todos los pernios chirriaban cada vez que se movía una puerta. La mayoría de las demandas ciudadanas no sólo no podían ser satisfechas por los nuevos partidos del turno pacífico en el poder, sino que eran combatidas por ellos con dureza inusitada. Otra vez, como entonces, se había impuesto la vieja política de que hablaba Ortega y Gasset, otra vez la España vital había quedado excluida del sistema

Juan Carlos ha abdicado a los 76 años de edad y tanto él como sus partidos presentan a su hijo como persona muy preparada. Bien. Si es persona muy preparada que se presente a unas oposiciones cuando al actual gobierno le salga convocarlas, o que emigre como tantos otros jóvenes a países dónde pueda demostrar su supuesta valía, pero eso no es mérito alguno para imponerlo como rey, mucho menos sus derechos de sangre. La corrupción, el inmovilismo, el sufrimiento de millones de españoles por las políticas austericidas, la impunidad de los grandes delincuentes y la refracción cada vez mayor de la sociedad, avisan que la Segunda Restauración agoniza. Todo lo que se haga siguiendo designios antidemocráticos será prolongar por la fuerza un régimen que ha dilapidado la poca legitimidad que le quedaba. Si Felipe quiere ser sexto, que someta su nombramiento a las urnas. No queda otra.

Pedro Luis Angosto



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