Hace veintiocho años, un día como hoy, se produjo el accidente atómico de consecuencias más devastadoras conocidas hasta la fecha. Sucedió en la central nuclear de Chernóbil, en Ucrania, -ahora de nuevo en el candelero- y sus efectos son perfectamente visibles casi treinta años después, con pueblos como Pripyat abandonados y amplias zonas deshabitadas en torno a la planta. Las secuelas del accidente también se leen en los cuerpos tullidos y deformes de aquellos que sobrevivieron a la radiación.
El siniestro produjo una enorme conmoción social en el Viejo Continente, ampliamente afectado por la radiación inmediata, que el viento se encargó de transportar de una parte a otra de una manera absolutamente imprevisible y caprichosa. Millones de personas vivieron entonces momentos de gran angustia. Han pasado setenta años desde el inicio de la historia de amor imposible entre el hombre y la energía nuclear y no aprendemos de las lecciones recibidas. Son numerosos los accidentes nucleares habidos, de diferente importancia, pero la experiencia nos señala que no hay ninguna central nuclear segura al cien por cien.
Es conocido el relato sobre el ‘Titánic’, el mayor barco del mundo en el momento de su botadura en 1912, y sobre su pretendida invulnerabilidad. De él me contó mi abuela, que vivió aquella época, que se decía que “ni Dios era capaz de hundirlo”.Aunque ya sabemos luego lo que pasó en la madrugada del 14 al 15 de abril. Puede decirse que algo parecido sucedió con Chernóbil, citada como ejemplo de seguridad por sus constructores. En 1983, B. Semonov, el director del Departamento de Seguridad de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA), escribió que “un accidente serio con pérdida de refrigerante es prácticamente imposible en las centrales del tipo BRMK”. Pero, una vez más, lo imposible sucedió, el 26 de abril de 1986.
Hoy ya sabemos que la energía nuclear es sucia, cara y peligrosa, aunque haya todavía países que continúan apostando por ella. Es sucia, porque origina residuos altamente peligrosos cuya eliminación –o neutralización- resulta casi imposible. Además, son residuos que se mantienen radioactivos durante miles de años; es cara, porque la construcción, mantenimiento y vida útil con garantías de cierta seguridad, significan un desembolso económico enorme. Y porque en ese cálculo no se nos suele comunicar los gastos subsidiarios de desmontaje de las instalaciones, transporte y almacenamiento de los residuos generados que incrementan su coste; es peligrosa, porque los efectos ligados a errores humanos, o imponderables de la naturaleza, la convierten en vulnerable. Y también porque sus efectos sobre todo los humanos son horripilantes, como lo demuestran los cuerpos deformes y enfermos de aquellos que se ven afectados por la radiación.
El accidente de Chernóbil, cuya nube radioactiva alcanzó nuestras fronteras, sirvió para alertar al mundo sobre la peligrosidad de esta fuente de energía indomable. Peligrosidad que el último grave accidente nuclear de Fukushima Daiichi, en 2011, volvió a confirmar. Hoy se sabe que la radiación, esta vez transportada por las aguas marinas, ha llegado incluso hasta las costas de Norteamérica.
Hoy, casi treinta años más tarde, la central de Chernóbil sigue siendo una amenaza real para quienes viven en sus inmediaciones. Y lo es, sobre todo, debido al mal estado en que se encuentra el sarcófago que se construyó para sepultar el reactor y que amenaza con permitir alguna nueva fuga de radiactividad. Es cierto que está previsto la construcción de un nuevo sarcófago sobre el anterior, pero su elevado costo (unos mil millones de euros) dificulta tal empeño, por lo que es probable que no se aborde hasta dentro de algunos años más.
Tanto Chernóbil como Fukushima I son hoy fuente argumental para quienes denuncian la inseguridad de estas plantas, por más que el hombre se esfuerce en volverlas invulnerables.
Hoy no quedan santuarios en el mundo capaces de ofrecer una seguridad total. Como ningún lugar está hoy excluido de la posibilidad de sufrir un cataclismo, un ataque terrorista o incluso de una enfrentamiento nuclear. Y la energía atómica requiere unas garantías totales. Por esta consideración, y las antes comentadas, considero que deberíamos apostar por fuentes de energía más seguras y limpias.
Enrique López Manzano
Fuente: Un ecologista en El Bierzo