En el año académico 2007-2008 empecé a dar un curso monográfico en la Facultad de Geografía e Historia de la UCM a alumnos y graduados de todas las Facultades. Lo continué, mejorándolo y modernizándolo, durante cuatro años más. Tras mi jubilación inserté el resumen en un curso sobre historia política española en el siglo XX. Este año, resumido, lo he continuado, gratis, en el Instituto Cervantes de Bruselas.
Una de mis primeras preocupaciones fue determinar qué sabían los alumnos de la guerra civil. Me respondieron a un cuestionario pero no conservé sus respuestas. Me limité a tabularlas. De ello se desprendía que el conocimiento era muy rudimentario. Las fuentes de información eran las familias o amigos (como ocurría a principios de los años sesenta), la TV, alguna prensa (poca) y, dato novedoso, el internet y las redes sociales.
Hace unos meses un colega y amigo mío, Fernando Hernández Sánchez, profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la UAM y autor de dos libros excelentes sobre los comunistas en la guerra y en la posguerra, realizó un experimento similar con sus alumnos. Los resultados fueron estremecedores y, con su amable autorización, me permito divulgar algunos a manera de ejemplo. El 30% no sabía cuantos años estuvo Franco en el poder; el 45% desconocía que fue el maquis; el 72% ignoraba en qué consistió el proceso 1001; el 58% no tenía ni idea de lo que fue el TOP. Más dramático fue el desconocimiento de personajes señeros de la reciente historia de España: 8 de cada 10 no sabían nada de Pasionaria, José Antonio Primo de Rivera, Juan Negrín o el general Mola. Menos mal que el 65% sabía quién es Felipe González y el 54% identificó a Adolfo Suárez.
¿Una generación ignorante? No. Una generación llevada voluntariamente a la ignorancia. El 76% reconoció saber poco o muy poco de los episodios claves de nuestra historia contemporánes pero, a la vez, un 80% quería saber más. El sistema educativo español ha fallado y, peor aún, les ha fallado. Ha fallado a toda una generación, para vergüenza de los responsables nacionales o autonómicos.
Supongo que otros colegas habrán tenido experiencias parecidas a juzgar por la literatura ya disponible sobre el grado de conocimiento e ignorancia de los alumnos que llegan a la Universidad, que se quedan en la ESO o que no pasan del Bachillerato.
Añádanse a ello los “camelos”, las medias verdades o los errores de que están plagados muchos libros de texto de la ESO e incluso de este último. Hernández Sánchez, como especialista en la materia, en algunos cursos de verano de la UCM ha arrojado vitriolo sobre las esperanzas de los profesores universitarios de que en un futuro previsible pueda revertirse aquella tendencia. Los “despistes”, las falsas interpretaciones (en el sentido de que chocan con la evidencia documental y la historiografía disponibles) y las omisiones son de antología. No es de extrañar que muchos jóvenes sean presa fácil de los mitos amamantados por la dictadura y vehiculados hoy por numerosos órganos de opinión, clásicos o novedosos.
Una situación similar no sería perdonable y no se toleraría en países como Alemania, Francia o Bélgica, que son los que conozco mejor, aunque probablemente sí en el Reino Unido, en el que la enseñanza de la historia a nivel secundario está, con honrosas excepciones, por los suelos.
¿Qué hacer? ¿Tirar la toalla? ¿Dejar el campo abierto a los mitógrafos? ¿Seguir escribiendo libros documentados, basados en evidencia incontrovertible y con un análisis lo más próximo a ella? Pero libros que, al fin y al cabo, solo lee una minoría.
Yo aprendí de historiadores extranjeros y españoles que ya no están entre nosotros (Herbert R. Southworth, Manuel Tuñón de Lara, Julio Aróstegui, por no mencionar sino a algunos de los que me han sido más próximos) que quienes escribimos de historia no podemos eludir un deber cívico. Algo que en los siglos XVIII y XIX se daba por sentado. Hoy la historia se ha tecnificado, se ha hecho más impenetrable, también quizá más exacta, pero ha perdido ese vínculo con lo cívico. No es de extrañar que, al contraponerse a tal tendencia, Tony Judt haya adquirido, con razón, un carácter casi icónico.
El Diccionario Biográfico Español pudo remediar a esa situación para las entradas más relevantes en historia contemporánea, es decir, las relativas a la República, la guerra civil y el franquismo. La historia no es, ciertamente, como afirmaba Carlyle la biografía de los grandes hombres. Ni siquiera es el producto intencionado de ellos. Los hombres, grandes y pequeños, la hacen aunque en condiciones dadas, no queridas y, con gran frecuencia, ni siquiera deseadas. Admitiendo, no obstante, que las biografías sirven para algo he sido muy crítico del Diccionario en anteriores posts. Reservo para los dos próximos ejemplos contrastables por cualquier estudiante de grado (no hablaré ya de los colegas) de lo que ha llegado a escribir, tan pancho, una de las egregias figuras de la Real Academia de la Historia.
Angel Viñas
Fuente: www.angelvinas.es